miércoles, 11 de julio de 2018

CUENTO Nº 32. EL CARACOL TRAMPOSO


EL CARACOL TRAMPOSO

 
Érase una vez un caracol que cada día paseaba sobre las plantas del jardín donde moraba. Lento, muy lento, se deslizaba por las hojas de las aspidistras con el fin de tomar algún alimento y, sobre todo, sentir el cálido sol de las mañanas. Tan hermoso ejemplar, aun siendo pacífico e inofensivo, tenía también sus detractores. 

         No le caía bien el caracol ni a las hormigas ni a las avispas ni a ningún otro animal que pululara por el jardín. Pero quien no podía soportar al caracol era un conejo que, procedente del jardín colindante, de vez en cuando, invadía el territorio. 

         –Soy más grande que tú, caracol baboso -le decía siempre, sin que tuviera para ello justificación alguna-. Soy más grande que tú y más rápido y más fuerte y más inteligente y más poderoso y más de todo que tú en todo. 

         El pobre caracol trataba de pasar desapercibido y sobrellevaba lo mejor que podía las humillaciones del conejo, empeñado en hacerle la vida imposible. 

         “¿Qué puedo hacer yo para acabar con esta situación tan desagradable como injusta?”, se preguntaba el caracol repetidamente. 

         Y pensando y pensando en cómo quitarse de encima a un animal tan molesto como era el conejo que tenía por vecino, al caracol se le ocurrió lo siguiente: 

         -Conejo, tú que eres más rápido y más inteligente que yo, ¿te atreverías a echar una carrera, a través del jardín, esta noche después de cenar, cuando nadie nos vea? 

         -¡Por supuesto que sí! -rio el conejo-. Una carrera y lo que quieras, pues yo siempre seré el ganador, y tú, el tonto que sólo podrá arrastrarse detrás de mí. 

         -En ese caso, señor conejo –dijo el caracol-, esta noche, después de cenar, nos vemos en los escalones del porche del jardín. Desde allí correremos hasta la puerta de la calle. El que pierda, sea el que sea, tendrá que irse de este lugar. Eso sí –aclaró el caracol- hay que correr después de cenar; de lo contrario, la carrera no será válida. 

         Pasó aquella mañana el conejo muy seguro de sí mismo, pues estaba convencido de que la carrera sería un paseo. Pero, ya por la tarde, empezó a preocuparse. El caracol, sin embargo, no podía perder el tiempo. De modo que, poco a poco, logró llegar a un lugar del jardín donde guardaba cuidadosamente una zanahoria. Parecía una zanahoria perfecta: gruesa, sonrosada y jugosa. Sólo una cosa le extrañó en la zanahoria: una cepa de hongos, no más grande que una canica, en plena floración. Sabía el caracol que estos hongos, aún en pequeñas dosis, tienen unos efectos devastadores en los intestinos de los animales que los devoran.  De modo que al llegar la noche, se hallaba junto a la zanahoria en lo bajo de la escalinata. 

         -No sé por qué apuestas conmigo, caracol ridículo, cuando sabes que te voy a ganar con toda seguridad -le insultó el conejo, al tiempo que ponía toda su atención en la zanahoria que astutamente el caracol simulaba comer. 

         -Verás que estoy tomando mi cena, por lo que tal y como acordamos, correremos dentro de poco –le indicó el caracol al conejo fanfarrón. 

         En ese instante el conejo, ensoberbecido, se arrojó sobre el caracol, le arrebató la zanahoria y, sin pensarlo, la engulló a toda velocidad. 

         Apenas habían pasado diez segundos, cuando el conejo, con lágrimas en los ojos, gritaba por el dolor que le producían unos retortijones en sus intestinos.

         -Bien, el momento ha llegado –declaró el caracol-. Veamos ahora quién es el más fuerte, el más rápido y el más listo. 

         El conejo ni siquiera pudo incorporarse. Al día siguiente, muy temprano, el caracol descansaba en la puerta del jardín, mientras el conejo, con el vientre hinchado, permanecía aún al comienzo del trayecto. Después de esto, pasó aquel día y otro y otros muchos y del conejo fuerte, rápido y listo nunca se supo nada. 

FIN

 


 

 

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