domingo, 27 de mayo de 2018

CUENTO Nº 29. EL CONEJO ENCANTADO

EL CONEJO ENCANTADO
 

En un campo había una granja muy grande donde se criaban muchos conejos. En esta granja vivía Juanito, que era el encargado de que todo marchara de forma adecuada. Entre todos los conejos había uno muy pequeño que era el más bonito que había en toda la granja. Tenía el pelo blanco y las orejas negras, pero tenía un defecto, que si te fijabas bien lo podías ver. Eran unas manchas rosas en la piel que quedaban al descubierto cuando hacía aire o se movía con rapidez.
 
            El conejillo fue creciendo y, poco a poco, se fue dando cuenta de que no era ni aceptado ni querido igual que los otros conejos que eran de tamaño similar al suyo, salvo por Juanito. -No temas, conejito –le decía Juan cada vez que lo veía-, que gracias a tus manchas en le piel eres el más atractivo del grupo.
 
            Esta diferencia en el tratamiento hizo que ninguno de sus compañeros se dirigiera a él y, por tanto, casi siempre estaba triste y solo.
 
            Con el tiempo el pobre conejillo fue comprendiendo que todo debía de darle igual y que si nadie lo quería, pues él se tenía que apañar solo. Aunque esto le costara trabajo admitirlo y, además, traía como consecuencia que siempre estuviera muy triste.
 
            -Ninguno de vosotros me quiere, está claro –les preguntaba el pequeño conejo a sus compañeros-. ¿Se puede saber por qué?
 
            -Eres pequeño y feo, y eso ya es suficiente.
 
            Pero las cosas, de forma inesperada, cambiaron. Un día, que parecía otro día normal como todos los anteriores, Juanito trajo una coneja de otra granja y la puso al lado del conejo triste. La coneja también estaba triste porque no tenía familia ni amigos con los que compartir sus penas y sus alegrías.
 
            El tiempo fue pasando, la pareja creció y, como estaban siempre juntos, fueron cogiendo confianza entre ellos. En definitiva, que casi sin darse cuenta se enamoraron, formaron una pareja independiente del resto y tuvieron hijos que, como es natural, tenían esas manchas rosas que hacía que los demás les dieran de lado.
 
            -Nuestro hijito se parece enteramente a ti, papá –solía repetir la esposa con el fin de dar entera satisfacción a su marido.
 
            Los conejillos de las manchas rosas, que además eran muy bonitos, crecieron y siempre estaban corriendo por todos los sitios que podían. Los demás conejos comenzaron a darse cuenta de que, a pesar de tener las manchas, estos tenían su encanto. Es más, algunos comenzaron a decir que en realidad esas manchas rosas no eran tan feas, eran simplemente distintas.
 
            Juanito, que había observado cómo los conejos de las manchas rosas eran despreciados al principio, comenzó a darse cuenta de que ahora eran bastantes los que aceptaban estar a su lado e incluso compartir juegos y carreras con ellos. Y como a él las manchas rosas siempre le parecieron agradables a la vista, trató de que las conejas de cría con manchas rosas aumentaran.
 
            -Venga, conejitas, tened hijos con manchas rosas, porque ellos son los más cotizados –les aconsejaba Juanito a cuantas aspiraban a ser madres.
            -Sí, sí, porque además de guapos, se crían lustrosos y muy sanos –respondían las madres con hijos manchados de rosa.
 
            Con el tiempo comprobó con satisfacción que los conejos que, en lugar de vivir solos y apartados, viven con otros conejos son más felices, se mueven y corren más, viven más, desarrollan menos enfermedades y tienen menos problemas de comportamiento.
FIN

lunes, 14 de mayo de 2018

CUENTO Nº 28. EL PAÍS DE ATRASOLANDIA

 

EL PAÍS DE ATRASOLANDIA
 

Érase una vez un país que, a pesar de haber tenido a lo largo de la historia muchos y muy hermosos nombres, todos dieron en llamarlo Atrasolandia. Así, hubo un tiempo en que fue conocido como Iberia, en honor a uno de sus ríos más importantes. Luego, con el paso de los años, como Hispania. Finalmente, como Al Andalus. Y fue llamado de otras muy diferentes formas, aunque ninguna de ellas prosperó. El caso es que este país al que nos estamos refiriendo era conocido en el mundo entero con el nombre de Atrasolandia, y sus habitantes, lógicamente, con el de atrasados.
 

            Eran muchos los ciudadanos que se preguntaban por la verdadera razón de tan repelente nombre, pero nadie llegó a establecer con exactitud cuál fue la causa.  Había quienes creían que lo de Atrasolandia se debía al maltrato que en este país se les daba a los animales. Estaban convencidos de que solo a un país atrasado se le ocurriría tratar con crueldad gratuita y festiva a los seres vivos, fuera cual fuera su clasificación zoológica.   

            Lamentablemente, de este maltrato no se salvaban ni siquiera los animales domésticos, los cuales podían ser arrojados, llegado el caso, desde los campanarios de las torres de los pueblos. Y sobre las corridas de toros y otros entretenimientos colectivos similares, en los que los animales eran sacrificados o maltratados con impunidad y alevosía para divertimento de los espectadores. Naturalmente, había quienes discrepaban de esto último, pues creían ver en la celebración de las corridas de toros una prueba del valor de los habitantes de Atrasolandia:

            -Los toros son la fiesta nacional, porque ahí es donde se muestra la valentía de los grandes hombres -aseguraban quienes estaban convencidos de que ser un bruto temerario y un buen ciudadano son la misma cosa.
           

                Para otros, el nombre de Atrasolandia les recordaba el país de los habituales programas de TV destinados al gran público, como solían decir sus presentadores. En estos programas, de mucha audiencia, por cierto, sólo se hablaba de asuntos banales tales como separaciones, apareamientos, infidelidades, insultos, vejaciones y cosas por el estilo. Y al parecer, según se decía, a mayores insultos, gritos, exabruptos y faltas al respeto entre los interlocutores, mayor era el número de ciudadanos que se conectaba.

            En fin, no eran pocos los ciudadanos que pensaban que la causa de tan denigrante nombre para ese país no era otra que el empecinamiento de sus habitantes en no cambiar sus costumbres, tan arraigadas como inhumanas.
 

            En tales circunstancias, alguien que de verdad conocía el origen de Atrasolandia, vaticinó que muy pronto, de no cambiar la gente de comportamiento, el país se llamaría Pocilgalandia, o incluso algo peor.

FIN





           
           

martes, 1 de mayo de 2018

CUENTO Nº 27. LAS RAREZAS DE NONO


 
LAS RAREZAS DE NONO

Érase una vez un niño llamado Nono, ni alto ni bajo, ni delgado ni grueso, ni hermoso ni feo, que tenía por costumbre decir las cosas al revés. Por ejemplo, cuando Nono se refería a su madre no la llamaba así, sino drema.

 -Mi drema es la persona que yo más quiero en el domun –les decía, por ejemplo, a sus amigos, los cuales se extrañaban siempre de la rara costumbre de Nono.

            No pasó nunca la cosa a mayores, porque todo el mundo conocía a Nono. Y así, poniendo del revés el nombre de las cosas que mencionaba, llegó el día de ir a la escuela. Don Gregorio, un maestro trabajador y formal, al principio no dio importancia al asunto: 

 -A ver, repite, Nono, lo que has dicho.

 -He dicho, señor maestro, nosbue asdi -respondió Nono con naturalidad.

            -Bien -insistió don Gregorio-, ahora repite el saludo, pero como todo el mundo.

            -Buenos días. 

            -Ahora sí, Nono, ahora sí. Siéntate y procura hablar como los demás. 

            Llegó el momento en que la costumbre de Nono, deleznable para don Gregorio, llegó a extenderse y sus compañeros en la escuela se contagiaron de ella. 

Don Gregorio, nervioso, se devanaba los sesos, sin que hallara razón que justificara la imitación del habla de Nono. Ni las llamadas de atención a los niños, ni las amenazas, ni los castigos leves, ni los avisos a los padres, ni el informe al señor Director... Nada de cuanto había hecho don Gregorio por extirpar tan pernicioso hábito en el habla de los niños de su clase había dado resultado. Así que ya no sabía qué hacer.

            “¿Y si yo les aplico a estos bribones su propia medicina?”, se dijo para sí un día.

            No estaba seguro el buen maestro si debía hacerlo. No obstante, comenzó llamándolos por otros nombres: Nono lógicamente, sería Nono; Pepito, Topipe; Luisito, Tosilui; Andrés, Dresan; Juanito, Toinaju... y así sucesivamente. El alboroto en clase el día de la adjudicación de los nuevos nombres fue constante. Llegó el momento en que fue imposible dar la clase y don Riogogre –quiero decir don Gregorio- tuvo que irse a casa con una ronquera de caballo, según los médicos.

            Don Gregorio, convencido de que con la forma de hablar popularizada por Nono la convivencia era imposible, aprovechó los días de convalecencia para crear un nuevo código que de ahora en adelante, todos sus alumnos habrían de respetar. Repasaba una y otra vez don Gregorio su reglamento, convencido de que con él estaba garantizando la pureza de la lengua y el entendimiento entre sus alumnos.

            De vuelta a la escuela, ya recuperado, quiso don Gregorio saber cuál era la opinión de sus pupilos, y para ello, les hizo estas y otras preguntas:

 -Una: ¿qué opináis del reglamento? Dos: ¿Qué tenéis que añadir?...
 

            De pronto, Nono levantó la mano, y se produjo un profundo silencio en la clase:

            -Don Gregorio, estoy de acuerdo, pero ¿qué pasa conmigo que me llamo Antonio y todos me dicen Nono?  Y además, yo a veces, es que me equivoco.

 Entonces, don Gregorio, sorprendido por la agudeza de Nono, respondió sereno:

            -También Nono será palabra válida, porque así lo quieres tú y porque a todos nos parece bien, pero además hemos de entender todos que te hemos de ayudar y no imitar.

FIN

CUENTO Nº 36. DOS PUEBLOS ENEMISTADOS Y SE ACABARON LOS CUENTOS. AHORA, SOLO POEMAS

DOS PUEBLOS ENEMISTADOS Érase una vez una vez un pueblo pequeño de nombre Burginia, el cual estaba situado a muy poca distancia de o...