sábado, 30 de diciembre de 2017

CUENTO Nº 19. JOSÉ, EL NIÑO QUE NO SABÍA JUGAR


 
JOSÉ, EL NIÑO QUE NO SABÍA JUGAR

Érase una vez un niño que vivía en un pueblo pequeño, tenía unos seis o siete años y se consideraba muy desgraciado porque no sabía jugar. En verdad, casi nunca hablaba con los otros niños y parecía que todos evitaban su conversación. La realidad es que José no era amigo de nadie. Y no lo era, fundamentalmente, porque aquellos con quienes trataba se sentían sorprendidos, cuando José les decía que no sabía jugar.

            -Oye, José, ¿por qué no juegas conmigo? -le dijo un día un niño, con la mejor intención, al percatarse de que, incluso desde lejos, parecía que José tenía algo raro.

            -Yo es que no sé jugar -respondió José a su manera, sin dar más explicaciones.

            Por esta razón y quizás también por otras que no sabemos, decidió irse a otro pueblo para ver si allí encontraba la solución al problema que lo atormentaba y que no era capaz de solventar.

            Todos los vecinos del nuevo pueblo, al enterarse de su dificultad, intentaron ayudarle. Así, en una ocasión, una señora mayor le dijo que viera al médico para ver si este le podía ayudar. José se dirigió al centro de salud y se colocó al final de la cola. Allí esperó a que le tocara el turno para entrar. Y como alguien se dirigiera a José para preguntarle qué hacía allí, éste, a su manera y con titubeos, se lo explicó:

            -Yo es que no sé jugar.
 

            Cuando el médico habló con José, aunque fue una visita rápida, comprendió que él no podía hacer nada. Su problema era algo que debía curar en compañía de otros niños de su edad. Y si así tampoco se curaba, entonces debería recurrir a las familias de los niños.

            Anduvo José por muchos pueblos, pero en ninguno encontró solución, hasta que un día llegó a uno llamado Alegría. Se llamaba así porque todo el mundo tenía una actitud alegre y confiada y se ponía en el lugar del otro.

              Allí, chicos y grandes lo acogieron con cariño. Luego, con mucha paciencia, fueron aprendiendo todos un lenguaje de signos con el que comprobaron que era posible comunicarse con José. Cuando pasó algún tiempo, el niño jugaba a los mismos juegos que conocían los demás. Desde entonces, nunca más se aburrió.

FIN 

 

domingo, 17 de diciembre de 2017

CUENTO Nº. 18. EL NIÑO QUE SOLO TENÍA DERECHOS


 

 
EL NIÑO QUE SOLO TENÍA DERECHOS
 
Érase una vez un niño que decía no tener obligaciones de ninguna clase. Ante cualquier problema, su salida era siempre la misma: “La culpa no es mía, sino de los demás”.
            Desde muy pequeño, pues apenas hablaba, acostumbraba a pedir las cosas señalando el objeto deseado con el dedo. No pronunciaba el nombre de las cosas que quería, sino que, simplemente, gritaba; y cuando el grito no le servía, recurría al llanto.
            Pero en ninguna ocasión los padres le dijeron nada a su hijito, al que decían querer con todo su corazón. Como ni papá ni mamá le decían nada al niño, los abuelos se guardaban de hacerlo. Como nada decían los abuelos, tampoco los tíos ni los amigos de los padres ni nadie, por mucha relación que hubiera con la familia.
            Creció el niño y, aun así, seguía pidiendo los objetos a gritos, dirigiéndose a los demás sin mencionar su nombre y dando órdenes a unos y otros. Fue, por fin, al colegio y decidió no cambiar de táctica. La maestra, que desde el principio había observado tan extraño comportamiento, decidió tomar cartas en el asunto:
            -Manolito, las cosas no se piden a gritos. Se piden serenamente y por favor.
            -Yo pido las cosas como quiero -respondió Manolito, con el mayor descaro.
            -Manolito –insistió la maestra-, a los compañeros hay que llamarlos por su nombre, y no de cualquier manera. Hay que decirles Carlos, Rubén, Iván, Javi...
            -Pues yo los llamo como quiero, que también me entienden –se defendió Manolito, con una sonrisa burlona en sus labios, con la que daba a entender superioridad.
            Tras acabar la Educación Primaria, Manolito pasó a Secundaria, y allí fueron muchos los profesores que trataron de corregirlo; pero éste, por desgracia, nunca les hizo caso. También advirtieron a sus padres, aunque todo fue inútil.
            -Voy a ser mayor enseguida y yo tengo derechos -argumentaba Manolito, siempre que alguien le insinuaba algo respecto a sus pésimos modales.
            Y así hasta que Manolito, después de acabar el Bachiller, empezó a trabajar. Para entonces ya nadie le decía nada. Unos, porque nunca vieron la necesidad, y otros, porque no se atrevían a recomendar el trato agradable, la cortesía y los buenos modales a un joven con algunos estudios.
                Ya en el trabajo tuvo los primeros choques con los compañeros a los que nunca prestaba atención. La segunda fuente de conflictos también se presentó enseguida, pues, Junto a Manuel, en una mesa contigua, trabajaba Elena.
            Algo más joven que él, Elena gozaba de la consideración de todos sus compañeros, además de la de su jefe. Al poco tiempo, Manuel se enamoró de Elena, hasta el punto de que todo lo que no fuera Elena dejó de tener sentido.
            -Oye, quiero que salgas conmigo -le dijo Manuel un día, en tono altivo.
            Elena, a la que también le gustaba Manuel, le dijo muy seria:
            -Manuel, primero, antes que ninguna otra cosa, has de mostrarte ante cualquiera, sea quien sea, con la educación y los modales apropiados. Has de tratar a los demás del mismo modo que te gustaría que te trataran a ti. Tú tienes derechos, pero yo también. Y mi derecho a ser tratada con agrado y respeto ha de ser para ti un deber inexcusable.

            Manuel, en principio, no supo qué contestar. Luego, en privado, aceptó la lección moral de Elena y tomo una resolución: decididamente, conquistaría a Elena, pero con educación, con respeto, con delicadeza... A partir de ese día, Manuel fue otro; pero no solo con Elena, sino con todos sus compañeros.

FIN

lunes, 4 de diciembre de 2017

CUENTO Nº 17. LA MALA SUERTE DE UN RÍO


LA MALA SUERTE DE UN RÍO
 
Érase una vez un río ancho y caudaloso. A lo largo de su itinerario, el río asombraba a quienes se fijaban en él. En las partes llanas, el río regaba multitud de huertos pequeños que abastecían de frutos, verduras y hortalizas a los pueblos limítrofes. En otros tramos, cuando el nivel del agua subía, multitud de personas se deslizaban en sus canoas y barcas, para sentir mil sensaciones agradables.
            Pero si el curso del río era rápido e inclinado, el agua, hábilmente guiada hacia el molino, se transformaba en una fuerza capaz de convertir en harina todo el grano que los agricultores le proporcionaban.
            Por último, mucha gente disfrutaba del fresquito de sus orillas y se bañaba cuando el tiempo acompañaba. También los pescadores, armados de cañas con sedales, podían llegar a todos los recovecos en busca de peces.
Y así transcurría la existencia de este río ancho y caudaloso cuando, poco a poco, una serie de hechos vinieron a cambiar las cosas. Todo comenzó cuando, muchas personas y almacenes de todo tipo, aumentaron escandalosamente los residuos que ahora servían para ensuciar las aguas, ahogar la vegetación acuática y acabar con el oxígeno que aún quedaba.
Algunos, deseosos de incrementar las ventas hicieron llegar el agua del río a varios kilómetros de distancia, mediante potentes motores y larguísimas conducciones de plástico. También se tiraron muchas piezas rotas de coches y aceites usados.
Otros, arrojaron los escombros de las demoliciones.  Y así, la población en general acabó tirando todo aquello que no era útil en sus hogares como plásticos, muebles viejos, aparatos de radio y televisión, pilas gastadas, ropa vieja, zapatos de medio uso...
El río, que en otros tiempos tenía un agua cristalina y pura, se había convertido en un lodazal negruzco, empedrado con todo tipo de objetos, donde tampoco faltaban animales muertos. Ante esta situación, diferentes asociaciones y grupos de personas medio organizadas tomaron cartas en el asunto:
-Tenemos que hacer algo y urgente con el río -dijo el que parecía más convencido.
-Sí, tenemos que procurar que vuelva a ser un lugar de vida, donde los peces, las aves y las personas puedan vivir, y no un lugar de muerte –indicó otro de los asistentes, horrorizado por la visión de lo que un día fue un río ancho y caudaloso. Pero estas buenas intenciones duraron poco porque, enseguida, alguien tomó la palabra y convencido dijo:
-Tal vez, si sobre el cauce del río se echaran los escombros del pueblo -sugirió, con una sonrisa maliciosa en sus labios-, tal vez, se logre consolidar el terreno y, una vez conseguido, sobre él se podrían levantar seis, ocho, muchísimos bloques de pisos…
 
-Bien, así lo haremos, con lo que conseguiremos grandes beneficios inmediatos     –terciaron algunos-. Esa puede ser una gran solución. Después de todo nos haríamos con unos terrenos que, bien distribuidos...
-Sí, sí, y construiremos una gran avenida -comentó otro, con notable complacencia-, a la que le pondremos por nombre, le pondremos... Ya lo tengo: le pondremos Avenida del Progreso. En aquel momento, algunos de los asistentes comprendieron que acababan de levantar el acta de defunción del río ancho y caudaloso.
FIN

CUENTO Nº 36. DOS PUEBLOS ENEMISTADOS Y SE ACABARON LOS CUENTOS. AHORA, SOLO POEMAS

DOS PUEBLOS ENEMISTADOS Érase una vez una vez un pueblo pequeño de nombre Burginia, el cual estaba situado a muy poca distancia de o...