sábado, 18 de noviembre de 2017

CUENTO Nº 16. ENRIQUE EL COBARDE


ENRIQUE EL COBARDE
 
Érase una vez un pueblo muy pequeño que tenía una plaza principal, unos soportales, un kiosco, un torreón y una iglesia. Poco más habría que destacar de ese pueblo, salvo que se hallaba rodeado de huertos y olivares por todas partes.
            Allí crecía un grupo de amigos, ninguno con más de 12 o 13 años, entre los que estaba Enrique. Pero no era Enrique, ni mucho menos, el amigo ideal del grupo. No participaba a la hora de comprar cigarrillos en el kiosco de la plaza. Tampoco iba Enrique, si podía evitarlo, con sus amigos cuando estos iniciaban una gira con el fin de sembrar el pánico en todo bicho viviente, ya fueran perros callejeros, gatos despistados, nerviosos gorriones o cualquier otro animal con el que se topasen.
            Además, los amigos de Enrique, en verano, durante la siesta, cuando más apretaba el calor y todo el mundo se hallaba descansando, invadían los huertos vecinos. Allí arrancaban las hortalizas, robaban los frutos y, si les parecía, quitaban el tapón de las albercas, por lo que, además de desperdiciar el agua, anegaban las eras del huerto.
Ocurrió un buen día, que el grupo decidió asaltar uno de esos huertos:   
            -Enrique, como tú no vas a entrar, porque eres un cagueta -le dijo el cabecilla del grupo-, te quedas aquí en el linde, junto a la alambrada, subido a este árbol, y en cuanto que veas algún peligro, nos avisas, ¿vale?
            -Te rompo los morros, Enrique, como veas algo raro y no nos avises. ¿Te has enterado, lila, que eres un lila? –le advirtió otro con voz atiplada.
            -No os preocupéis, que no voy a permitir que os coja el dueño -contestó Enrique-, aunque sabéis que soy enemigo de hacer daño o robar por robar, sin que haya necesidad.
            La operación fue vista y no vista, y todo parecía salir a la perfección. De pronto, uno de los amigos, al saltar de nuevo el caz, quizás por el peso del botín o por su escasa habilidad, cayó al suelo. De inmediato trató de levantarse, pero no pudo. Enseguida comprendió que se había roto una pierna. Llamó entonces en tono angustiado a sus compañeros. Sin embargo, éstos, preocupados por regresar con sus respectivas cargas, no le prestaron la menor atención.
            El dueño del huerto, que algo se temía, porque los perros comenzaron a ladrar, decidió averiguar qué es lo que pasaba.
            Enrique, encaramado en las ramas de un árbol, sabía exactamente lo que estaba ocurriendo, por lo que no lo dudó ni un momento: se arrojó al suelo y, tan rápido como pudo, penetró en el huerto en dirección al herido. Los otros compañeros con los que se cruzó lo miraron con extrañeza, pero nada dijeron.
             A toda velocidad llegó Enrique hasta el caz, recogió al accidentado, lo incorporó y, cargándoselo sobre su espalda, lo llevó como pudo hasta la alambrada. Una vez allí, tuvieron el tiempo justo para atravesarla y esconderse en las olivas cercanas, antes de que apareciera el dueño. Éste, sin saber muy bien qué estaba pasando, se limitó a maldecir y a amenazar a los ladrones, pero ya poco más pudo hacer.

 

           
            Al desaparecer el hortelano, el amigo herido, con toda la seriedad de que era capaz y abundantes lágrimas en los ojos, se dirigió a sus compañeros:
            -De aquí en adelante, al que diga que Enrique es un cobarde lo mato. ¡Por mis muertos que lo mato! Lo juro por ésta -dijo, mientras besaba con rabia la cruz que había hecho con sus dedos índice y pulgar-. ¡Por mis muertos que lo mato!
 
FIN
 

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