lunes, 30 de julio de 2018

CUENTO Nº 34. EL NIÑO TARTAMUDO


EL NIÑO TARTAMUDO
Érase una vez un niño tartamudo de nombre Pablo, al que todos llamaban Tarta. Un día, llegó el momento de que se incorporara a la escuela.
 -A ver, niño, ¿cómo te llamas tú? -le preguntó el maestro, ajeno a la dificultad del alumno recién llegado.
-Yo me lla, lla, llamo, Pa, Pa, Pablo Gonza, Gonza, González.
 -¿Estás nervioso, Pablo?
-Sí, señor, un po, un poco.
-Bien, hombre, no te preocupes.  Aquí en el colegio aprenderás de todo, incluso a superar tu problema, si te lo propones.
Conoció Pablo en la escuela a una niña llamada María. Una niña inteligente y amable, que sentía una atracción especial por el niño:
-Pablo, ¿cuántos años tienes?
-Nue, nueve, y voy a cum, cum, cumplir diez.
-¿Y cuándo es tu cumpleaños?
-En mar, mar, marzo, el quin, quince de mar, marzo.
-Ah, pues muy bien. Yo tengo nueve también, y los cumplo en mayo, el dos. Tampoco era fácil la vida para Pablo en el tiempo del recreo:
-¡Aquí, aquí, Jo, Jo, José! -exclamaba cuando jugando al fútbol ocupaba una posición magnífica para disparar a puerta.
-Cállate, Tarta, que tardas una hora en decir dónde estás -le respondían con frecuencia algunos compañeros, insensibles o indiferentes al problema de Pablo.
 En clase, en ocasiones, la situación era delicada. Era muy incómodo enfrentarse a la mirada de tantos alumnos pendientes de que Pablo repitiera una misma sílaba. No obstante, el maestro siempre pedía que no se le interrumpiese, ni se terminaran sus frases o se añadieran las palabras que faltasen, ni se le diera importancia a la falta de fluidez, porque podrían incidir negativamente sobre el desarrollo lingüístico de Pablo.
-Hijo mío -les aseguraban sus padres al volver el niño a la casa, al tiempo que lo estrechaban contra su pecho-, pronto dejarás de tartamudear. Créeme. No hay nada que te impida hablar como cualquiera.
-Sí, sí. Eso me di, di, dice don Pe, Pedro. Y Ma, Ma, María tambi, también.
-¿Quién es María, Pablo?
-Mi ami, amiga. Mi mi única amiga del co, co, cole, colegio.
Llegó el mes de marzo, y Pablo decidió celebrar su cumpleaños. Para ello se reunieron sus abuelos, sus padres, sus amigos, pocos y, por su puesto, María.
-Cumpleaños feliz, cumpleaños feliz... -le cantaron a coro todos los invitados. Pablo se sentía inmensamente feliz, pero no podía dejar de pensar que, al final, tendría que decir algo a los asistentes. Por eso, con lágrimas en los ojos, solo dijo:
-Gra, gra, gracias por vuestros re, regalos. Me, me han gus, gustado mu, mucho.   
Pasaron los días, aunque poco cambiaron las cosas para Pablo. Poseía más conocimientos del mundo, pero pocos amigos. A decir verdad, solo María y algún otro.
 
Al llegar el mes de mayo, Pablo fue invitado al cumpleaños de María. Estaba contentísimo por asistir a una celebración tan íntima; pero, al mismo tiempo, como siempre, se entristecía al dirigirse en público a María, a la hora de darle su regalo.     Llegó el día del cumpleaños, y todos felicitaron a María. También Pablo, el cual, para sorpresa y alegría de todos, sereno, seguro y sin titubeos, dijo:      
-Te deseo, María, que seas feliz en tu cumpleaños. Además quiero que sepas que este regalo es una atención especial por tu generosa y necesaria amistad.  Y lo dijo así, todo seguido, sin vacilar, sin atrancarse, sin titubeos.
 
FIN
 
 

 

viernes, 20 de julio de 2018

CUENTO Nº 33. AURORA Y EL LOBO

 
AURORA Y EL LOBO                               

Érase una vez una vez una niña llamada Aurora, que vivía en los arrabales del pueblo y de la que jamás nadie de su familia se había preocupado de su comportamiento. Por eso se levantaba cuando quería, desayunaba cuando tenía hambre, almorzaba cuando le parecía, merendaba cuando lo veía oportuno y cenaba cuando le apetecía. Además, nunca le dijo nadie a Aurora cuáles eran sus obligaciones ni qué deberes tenía con su familia. Levantarse, comer, jugar, entrar y salir a su antojo eran los únicos quehaceres a los que se enfrentaba Aurora, un día tras otro. Pero llegó un día en que a su madre se le ocurrió hacerle un encargo a Aurora: 

            -Aurora, desde hoy en adelante, irás todos los días a llevarle a tu padre la comida al tajo, situado a un par de kilómetros de la casa, en dirección a la dehesa. 

            -Sí mamá -respondió Aurora, más para darle la bienvenida a una nueva distracción que como una ayuda a la familia. 

            -Te irás a las doce del mediodía y regresarás cuando tu padre haya almorzado. 

            -Sí, mamá, me iré sobre las doce. 

            “Sí, mamá”, repitió Aurora, pero las cosas no ocurrieron así, ni mucho menos. 

            Un día, la niña, aunque salió de casa poco antes de la hora acordada, no llegó al lugar donde su padre la esperaba hasta bien pasadas las tres de la tarde. 

            -¿Qué ha pasado, Aurora? -le preguntó su padre, a medio camino entre el enfado, por llegar a deshoras, y la prudencia, pues su única hija era sólo una niña. 

            -Papá –replicó Aurora-, es que el camino está lleno de flores, de animalitos de todas clases, de pájaros de muchos colores… y me he entretenido jugando con ellos. 

            -Pues procura que eso no vuelva a suceder, hija; en mi trabajo tenemos un horario para trabajar, otro para descansar y otro para tomar el almuerzo. 

            -Sí, papá, lo procuraré. 

            A pesar de las respuestas de conformidad permanente de Aurora, la verdad es que nunca cumplía lo que prometía. No fue solo una vez. Fue una y otra y muchas las veces que Aurora no llevó a su hora la comida a su padre. Salía de casa a su hora, pero, luego, por el camino, se distraía con cualquier cosa y olvidaba el objetivo de su viaje. 

            -Aurora, ¿sabe tu madre a la hora que tú sales de casa para traerme la comida? ¿Sabe a la hora que tú llegas aquí? –le preguntaba el padre, no sin preocupación, pues le parecía que andar demasiado tiempo en la calle no era la mejor manera de educarse. 

            -Sí, papá, sí que lo sabe. 

            Y así, durante mucho tiempo, hasta que en una ocasión, con el sol oculto por las nubes y un frío intenso que se metía hasta el tuétano de los huesos, Aurora, de regreso del trabajo de su padre, decidió apartarse del camino, cuando, inesperadamente, vio salir algo que parecía una fiera, protegido con pieles, brozas y algún ramaje. 

            -¡Ay, por Dios, lobo, no me comas que a partir de ahora seré buena! –exclamó la niña, llena de pánico al ver A la fiera monstruosa-. Si me perdonas la vida, de aquí en adelante haré lo que tú me pidas sin rechistar. 

            Entonces, la fiera monstruosa, que no era otra cosa que el padre cubierto de barro y de maleza, aprovechó la ocasión para cantarle a la niña las cuarenta:           

            -¿Y tú cómo te llamas? 


            -Aurora. 

            -¿Y cuántos años tienes? 

            -Nueve y medio, casi. Pero no me comas, por favor. 

            -Está bien, Aurora, te voy a perdonar la vida por esta vez. Pero, a partir de ahora, harás lo que yo te diga… 

            -Haré todo lo que me digas, pero, por favor, no me comas. 

            -No te comeré, pero tú, anótalo bien, harás lo siguiente diariamente: levantarte temprano, asearte, ir a clase, hacer los deberes y ayudar a tus padres en el tiempo que te quede libre. ¿Has entendido bien o tengo que repetírtelo? 

            -Sí, sí, señor lobo, así lo haré. Así lo haré, señor lobo.

FIN

miércoles, 11 de julio de 2018

CUENTO Nº 32. EL CARACOL TRAMPOSO


EL CARACOL TRAMPOSO

 
Érase una vez un caracol que cada día paseaba sobre las plantas del jardín donde moraba. Lento, muy lento, se deslizaba por las hojas de las aspidistras con el fin de tomar algún alimento y, sobre todo, sentir el cálido sol de las mañanas. Tan hermoso ejemplar, aun siendo pacífico e inofensivo, tenía también sus detractores. 

         No le caía bien el caracol ni a las hormigas ni a las avispas ni a ningún otro animal que pululara por el jardín. Pero quien no podía soportar al caracol era un conejo que, procedente del jardín colindante, de vez en cuando, invadía el territorio. 

         –Soy más grande que tú, caracol baboso -le decía siempre, sin que tuviera para ello justificación alguna-. Soy más grande que tú y más rápido y más fuerte y más inteligente y más poderoso y más de todo que tú en todo. 

         El pobre caracol trataba de pasar desapercibido y sobrellevaba lo mejor que podía las humillaciones del conejo, empeñado en hacerle la vida imposible. 

         “¿Qué puedo hacer yo para acabar con esta situación tan desagradable como injusta?”, se preguntaba el caracol repetidamente. 

         Y pensando y pensando en cómo quitarse de encima a un animal tan molesto como era el conejo que tenía por vecino, al caracol se le ocurrió lo siguiente: 

         -Conejo, tú que eres más rápido y más inteligente que yo, ¿te atreverías a echar una carrera, a través del jardín, esta noche después de cenar, cuando nadie nos vea? 

         -¡Por supuesto que sí! -rio el conejo-. Una carrera y lo que quieras, pues yo siempre seré el ganador, y tú, el tonto que sólo podrá arrastrarse detrás de mí. 

         -En ese caso, señor conejo –dijo el caracol-, esta noche, después de cenar, nos vemos en los escalones del porche del jardín. Desde allí correremos hasta la puerta de la calle. El que pierda, sea el que sea, tendrá que irse de este lugar. Eso sí –aclaró el caracol- hay que correr después de cenar; de lo contrario, la carrera no será válida. 

         Pasó aquella mañana el conejo muy seguro de sí mismo, pues estaba convencido de que la carrera sería un paseo. Pero, ya por la tarde, empezó a preocuparse. El caracol, sin embargo, no podía perder el tiempo. De modo que, poco a poco, logró llegar a un lugar del jardín donde guardaba cuidadosamente una zanahoria. Parecía una zanahoria perfecta: gruesa, sonrosada y jugosa. Sólo una cosa le extrañó en la zanahoria: una cepa de hongos, no más grande que una canica, en plena floración. Sabía el caracol que estos hongos, aún en pequeñas dosis, tienen unos efectos devastadores en los intestinos de los animales que los devoran.  De modo que al llegar la noche, se hallaba junto a la zanahoria en lo bajo de la escalinata. 

         -No sé por qué apuestas conmigo, caracol ridículo, cuando sabes que te voy a ganar con toda seguridad -le insultó el conejo, al tiempo que ponía toda su atención en la zanahoria que astutamente el caracol simulaba comer. 

         -Verás que estoy tomando mi cena, por lo que tal y como acordamos, correremos dentro de poco –le indicó el caracol al conejo fanfarrón. 

         En ese instante el conejo, ensoberbecido, se arrojó sobre el caracol, le arrebató la zanahoria y, sin pensarlo, la engulló a toda velocidad. 

         Apenas habían pasado diez segundos, cuando el conejo, con lágrimas en los ojos, gritaba por el dolor que le producían unos retortijones en sus intestinos.

         -Bien, el momento ha llegado –declaró el caracol-. Veamos ahora quién es el más fuerte, el más rápido y el más listo. 

         El conejo ni siquiera pudo incorporarse. Al día siguiente, muy temprano, el caracol descansaba en la puerta del jardín, mientras el conejo, con el vientre hinchado, permanecía aún al comienzo del trayecto. Después de esto, pasó aquel día y otro y otros muchos y del conejo fuerte, rápido y listo nunca se supo nada. 

FIN

 


 

 

CUENTO Nº 36. DOS PUEBLOS ENEMISTADOS Y SE ACABARON LOS CUENTOS. AHORA, SOLO POEMAS

DOS PUEBLOS ENEMISTADOS Érase una vez una vez un pueblo pequeño de nombre Burginia, el cual estaba situado a muy poca distancia de o...