martes, 1 de mayo de 2018

CUENTO Nº 27. LAS RAREZAS DE NONO


 
LAS RAREZAS DE NONO

Érase una vez un niño llamado Nono, ni alto ni bajo, ni delgado ni grueso, ni hermoso ni feo, que tenía por costumbre decir las cosas al revés. Por ejemplo, cuando Nono se refería a su madre no la llamaba así, sino drema.

 -Mi drema es la persona que yo más quiero en el domun –les decía, por ejemplo, a sus amigos, los cuales se extrañaban siempre de la rara costumbre de Nono.

            No pasó nunca la cosa a mayores, porque todo el mundo conocía a Nono. Y así, poniendo del revés el nombre de las cosas que mencionaba, llegó el día de ir a la escuela. Don Gregorio, un maestro trabajador y formal, al principio no dio importancia al asunto: 

 -A ver, repite, Nono, lo que has dicho.

 -He dicho, señor maestro, nosbue asdi -respondió Nono con naturalidad.

            -Bien -insistió don Gregorio-, ahora repite el saludo, pero como todo el mundo.

            -Buenos días. 

            -Ahora sí, Nono, ahora sí. Siéntate y procura hablar como los demás. 

            Llegó el momento en que la costumbre de Nono, deleznable para don Gregorio, llegó a extenderse y sus compañeros en la escuela se contagiaron de ella. 

Don Gregorio, nervioso, se devanaba los sesos, sin que hallara razón que justificara la imitación del habla de Nono. Ni las llamadas de atención a los niños, ni las amenazas, ni los castigos leves, ni los avisos a los padres, ni el informe al señor Director... Nada de cuanto había hecho don Gregorio por extirpar tan pernicioso hábito en el habla de los niños de su clase había dado resultado. Así que ya no sabía qué hacer.

            “¿Y si yo les aplico a estos bribones su propia medicina?”, se dijo para sí un día.

            No estaba seguro el buen maestro si debía hacerlo. No obstante, comenzó llamándolos por otros nombres: Nono lógicamente, sería Nono; Pepito, Topipe; Luisito, Tosilui; Andrés, Dresan; Juanito, Toinaju... y así sucesivamente. El alboroto en clase el día de la adjudicación de los nuevos nombres fue constante. Llegó el momento en que fue imposible dar la clase y don Riogogre –quiero decir don Gregorio- tuvo que irse a casa con una ronquera de caballo, según los médicos.

            Don Gregorio, convencido de que con la forma de hablar popularizada por Nono la convivencia era imposible, aprovechó los días de convalecencia para crear un nuevo código que de ahora en adelante, todos sus alumnos habrían de respetar. Repasaba una y otra vez don Gregorio su reglamento, convencido de que con él estaba garantizando la pureza de la lengua y el entendimiento entre sus alumnos.

            De vuelta a la escuela, ya recuperado, quiso don Gregorio saber cuál era la opinión de sus pupilos, y para ello, les hizo estas y otras preguntas:

 -Una: ¿qué opináis del reglamento? Dos: ¿Qué tenéis que añadir?...
 

            De pronto, Nono levantó la mano, y se produjo un profundo silencio en la clase:

            -Don Gregorio, estoy de acuerdo, pero ¿qué pasa conmigo que me llamo Antonio y todos me dicen Nono?  Y además, yo a veces, es que me equivoco.

 Entonces, don Gregorio, sorprendido por la agudeza de Nono, respondió sereno:

            -También Nono será palabra válida, porque así lo quieres tú y porque a todos nos parece bien, pero además hemos de entender todos que te hemos de ayudar y no imitar.

FIN

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