domingo, 14 de enero de 2018

CUENTO Nº 20. LA FE DE UNA MADRE



LA FE DE UNA MADRE

Érase una vez una mujer joven y guapa la cual tenía el niño más hermoso, rubio y bueno que nadie pudiera imaginarse. Era la persona más feliz del mundo, porque el niño, ajeno a todo, aunque siempre deseoso de caricias, crecía sano y redondo como una bolita de manteca. Naturalmente, el niño, al ser tan pequeño, no hablaba, pero hacía gestos y emitía sonidos que podrían ser las respuestas más bonitas que nadie haya oído jamás.
-Buenos días, hijo mío, rey de mi casa, espejillo mío, sangre de mis entrañas... -le decía la madre todas las mañanas en cuanto lo veía despertar.
El niño, entonces, sonreía, entornaba los ojos, se desperezaba, sacudía las piernas, emitía algunos sonidos ininteligibles y extendía los brazos hacia su madre. Una vez en brazos, la madre continuaba su rosario de piropos, a cual más hermoso:
-Hijo de mi corazón, entrañas mías, luz de mis ojos, sangre de mi sangre...
Y así un día y otro día, no solamente por las mañanas, sino siempre que había ocasión. Otras veces, la madre soñaba en voz alta:
“Mi niño irá a la escuela infantil y será el más guapo de todos; luego, en primaria, será el primero de la clase; después, irá al instituto y allí aventajará a todos; más tarde irá a la Universidad y será el alumno predilecto de sus profesores; cuando termine de estudiar, será médico y trabajará en los mejores hospitales del país...”
Para esta madre, ni las molestias del embarazo, ni los dolores del parto, ni la escasez de alimentos, ni la pérdida de libertad, ni la renuncia a salir con las amigas, ni nada importaba, en comparación con la inmensa felicidad que le proporcionaba su hijo.
Pero, sin saber por qué, un buen día, el niño amaneció enfermo. Al siguiente, estaba peor; y, según pasaban las horas, peor aún. Ningún remedio, ningún médico fue capaz de devolverle la salud al niño más rubio, más hermoso y más bueno de todos.
La madre, día y noche junto a la cuna de su hijo, con los ojos siempre bañados en lágrimas, pedía constantemente, a quien quisiera escucharla, que su niño se curara:
“Devolvedle la salud. Llevadme a mí, si queréis, pero salvad a mi hijo”.
Y así, durante unos días, en los que el niño no mejoraba. Finalmente, la madre, ya abatida, mirando al cielo y rogando ahora a todos los dioses protectores, imploró:
“Salvad a mi hijo, aunque no sea el más guapo de todos; curad a mi hijo, aunque no sea el primero de la clase; devolvedle la salud, aunque no sea el más aventajado de la Universidad; conservadle la vida, aunque nadie lo mime; permitidle que siga viviendo, trabaje donde trabaje...”
Sin saber muy bien por qué, poco después, una mañana, cuando parecía que no había remedio, el niño se despertó. Estaba muy débil y demacrado y apenas tenía fuerzas para abrir los ojos. Intentó extender los brazos, pero le era imposible. La madre, entonces, acercó la cara, lo apretó levemente, le tomó las manitas y le susurró al oído:
-Hijo de mi vida, por lo que más quieras, no me dejes sola.
En ese momento, el niño, que aún no hablaba, entreabrió la boca y, con mucha dificultad, pudo decir:
-m..., ma..., mam... ¡mamá!, ¡mamá!

FIN

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