sábado, 9 de junio de 2018

CUENTO Nº 30. EL ORDENADOR GRANDE Y PODEROSO


 
EL ORDENADOR GRANDE Y PODEROSO

Érase una vez un ordenador grande y poderoso que se había convertido en el rey de la casa. El día que fue adquirido, el padre de familia ordenó a sus dos hijos mayores que abandonaran la habitación que ocupaban, para alojar el nuevo ordenador. 

            El ordenador tenía una capacidad casi infinita, una memoria prodigiosa y una cantidad de datos mayor que la que acumulaban juntas las mejores bibliotecas de Madrid, Barcelona y Sevilla. Por eso, toda la atención que el padre había prestado hasta entonces a su mujer y a sus hijos iba ahora a ser destinada al superordenador.

           Ni sus dos niños ni su hija, la más pequeña de todos, recibirían a partir de ese momento ayuda para hacer los deberes de la escuela. Tampoco la esposa, que ahora estaría condenada a permanecer encerrada en la casa sin poder echar un pie a la calle. Menos aún habría tiempo para el resto de la familia, amigos, vecinos, compañeros o cualquiera que no fuera el nuevo, grande y poderoso ordenador. 

            -No hay nada como un buen ordenador -afirmaba lleno de orgullo su reciente propietario-. Con el ordenador encuentro cualquier cosa que busco, me relaciono con quien me apetece, almaceno todo tipo de información y conozco al dedillo lo que ocurre a cada momento en el mundo entero. Y si quiero divertirme -añadía el orgulloso propietario-, también lo consigo con mi ordenador, el cual me proporciona música, películas y espectáculos procedentes de los países más remotos. 

            -Pero no está bien, José, que estés siempre con el ordenador -le reprochaba su mujer, las pocas veces que conseguía retenerlo-. El ordenador es sólo una herramienta de trabajo y nada más. Tus hijos y yo, y el resto de la familia, y los vecinos, y los compañeros del trabajo... también necesitamos que nos prestes atención. 
 
            -El ordenador -respondía José con cierto aire de suficiencia- está por encima de todo eso que me dices, mujer. 

            -José -insistía su mujer-, piensa en lo que puede ocurrir en esta casa, si dedicas todo tu tiempo libre solo al ordenador. 

            -Papá -le manifestó un buen día el hijo mayor-, cuando acabe el curso, tanto si apruebo como si me suspenden, me pienso ir de casa y trabajar en lo que me salga. 

            -Papá –le confesó, poco después, su segundo hijo-, si tú no te comportas como mi padre, yo tampoco lo haré como hijo tuyo que soy. 

            -Papá –le dijo también la hija pequeña, muy triste, entre sollozos-, si tú no quieres ser mi padre, dímelo y yo me buscaré otro. 

            José, al que ya le habían hecho pensar las palabras de su mujer y sus dos hijos varones, cuando oyó las de su hija, se derrumbó. Aquella misma noche, después de la cena, José, aún compungido, se dirigió a la familia: 

            -Mi querida mujer, mis queridos hijos, os pido perdón por todo lo que ha pasado, y comprenderé que os cueste trabajo concedérmelo. Ha sido tanta mi ceguera que a todos, aunque sin pretenderlo, os he hecho daño, mucho daño.  A partir de ahora –continuó José-, el ordenador pasará al cuarto trastero, con lo que vosotros, hijos míos, volveréis a vuestro cuarto de siempre. 

            -Gracias, papá –respondieron al unísono, como si fueran todos una sola persona. 

            -A mi hija pequeña, la más guapa -continuó José-, le dedicaré todas mis… 

            -Gracias, papá -interrumpió la niña-, y yo seré contigo más buena todavía. 
 

            -El ordenador, como he dicho, pasará al cuarto trastero, al que iremos cada vez que haga falta y solo cuando de verdad haga falta. 

 

FIN

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