EL ORDENADOR GRANDE
Y PODEROSO
Érase una vez un ordenador
grande y poderoso que se había convertido en el rey de la casa. El día que fue
adquirido, el padre de familia ordenó a sus dos hijos mayores que abandonaran
la habitación que ocupaban, para alojar el nuevo ordenador.
El ordenador tenía una capacidad casi infinita, una
memoria prodigiosa y una cantidad de datos mayor que la que acumulaban juntas
las mejores bibliotecas de Madrid, Barcelona y Sevilla. Por eso, toda la
atención que el padre había prestado hasta entonces a su mujer y a sus hijos
iba ahora a ser destinada al superordenador.
Ni sus dos niños ni su hija, la más pequeña de todos, recibirían a partir de ese momento ayuda para hacer los deberes de la escuela. Tampoco la esposa, que ahora estaría condenada a permanecer encerrada en la casa sin poder echar un pie a la calle. Menos aún habría tiempo para el resto de la familia, amigos, vecinos, compañeros o cualquiera que no fuera el nuevo, grande y poderoso ordenador.
Ni sus dos niños ni su hija, la más pequeña de todos, recibirían a partir de ese momento ayuda para hacer los deberes de la escuela. Tampoco la esposa, que ahora estaría condenada a permanecer encerrada en la casa sin poder echar un pie a la calle. Menos aún habría tiempo para el resto de la familia, amigos, vecinos, compañeros o cualquiera que no fuera el nuevo, grande y poderoso ordenador.
-No hay nada como un buen ordenador -afirmaba lleno de
orgullo su reciente propietario-. Con el ordenador encuentro cualquier cosa que
busco, me relaciono con quien me apetece, almaceno todo tipo de información y
conozco al dedillo lo que ocurre a cada momento en el mundo entero. Y si quiero
divertirme -añadía el orgulloso propietario-, también lo consigo con mi
ordenador, el cual me proporciona música, películas y espectáculos procedentes
de los países más remotos.
-Pero no está bien, José, que estés siempre con el ordenador
-le reprochaba su mujer, las pocas veces que conseguía retenerlo-. El ordenador
es sólo una herramienta de trabajo y nada más. Tus hijos y yo, y el resto de la
familia, y los vecinos, y los compañeros del trabajo... también necesitamos que
nos prestes atención.
-El ordenador -respondía José con cierto aire de
suficiencia- está por encima de todo eso que me dices, mujer.
-José -insistía su mujer-, piensa en lo que puede ocurrir
en esta casa, si dedicas todo tu tiempo libre solo al ordenador.
-Papá -le manifestó un buen día el hijo mayor-, cuando
acabe el curso, tanto si apruebo como si me suspenden, me pienso ir de casa y
trabajar en lo que me salga.
-Papá –le confesó, poco después, su segundo hijo-, si tú
no te comportas como mi padre, yo tampoco lo haré como hijo tuyo que soy.
-Papá –le dijo también la hija pequeña, muy triste, entre
sollozos-, si tú no quieres ser mi padre, dímelo y yo me buscaré otro.
José, al que ya le habían hecho pensar las palabras de su
mujer y sus dos hijos varones, cuando oyó las de su hija, se derrumbó. Aquella
misma noche, después de la cena, José, aún compungido, se dirigió a la
familia:
-Mi querida mujer, mis queridos hijos, os pido perdón por
todo lo que ha pasado, y comprenderé que os cueste trabajo concedérmelo. Ha
sido tanta mi ceguera que a todos, aunque sin pretenderlo, os he hecho daño,
mucho daño. A partir de ahora –continuó José-, el ordenador pasará al
cuarto trastero, con lo que vosotros, hijos míos, volveréis a vuestro cuarto de
siempre.
-Gracias, papá –respondieron al unísono, como si fueran todos
una sola persona.
-A mi hija pequeña, la más guapa -continuó José-, le
dedicaré todas mis…
-Gracias, papá -interrumpió la niña-, y yo seré contigo
más buena todavía.
-El ordenador, como he dicho, pasará al cuarto trastero,
al que iremos cada vez que haga falta y solo cuando de verdad haga falta.
FIN
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