lunes, 4 de diciembre de 2017

CUENTO Nº 17. LA MALA SUERTE DE UN RÍO


LA MALA SUERTE DE UN RÍO
 
Érase una vez un río ancho y caudaloso. A lo largo de su itinerario, el río asombraba a quienes se fijaban en él. En las partes llanas, el río regaba multitud de huertos pequeños que abastecían de frutos, verduras y hortalizas a los pueblos limítrofes. En otros tramos, cuando el nivel del agua subía, multitud de personas se deslizaban en sus canoas y barcas, para sentir mil sensaciones agradables.
            Pero si el curso del río era rápido e inclinado, el agua, hábilmente guiada hacia el molino, se transformaba en una fuerza capaz de convertir en harina todo el grano que los agricultores le proporcionaban.
            Por último, mucha gente disfrutaba del fresquito de sus orillas y se bañaba cuando el tiempo acompañaba. También los pescadores, armados de cañas con sedales, podían llegar a todos los recovecos en busca de peces.
Y así transcurría la existencia de este río ancho y caudaloso cuando, poco a poco, una serie de hechos vinieron a cambiar las cosas. Todo comenzó cuando, muchas personas y almacenes de todo tipo, aumentaron escandalosamente los residuos que ahora servían para ensuciar las aguas, ahogar la vegetación acuática y acabar con el oxígeno que aún quedaba.
Algunos, deseosos de incrementar las ventas hicieron llegar el agua del río a varios kilómetros de distancia, mediante potentes motores y larguísimas conducciones de plástico. También se tiraron muchas piezas rotas de coches y aceites usados.
Otros, arrojaron los escombros de las demoliciones.  Y así, la población en general acabó tirando todo aquello que no era útil en sus hogares como plásticos, muebles viejos, aparatos de radio y televisión, pilas gastadas, ropa vieja, zapatos de medio uso...
El río, que en otros tiempos tenía un agua cristalina y pura, se había convertido en un lodazal negruzco, empedrado con todo tipo de objetos, donde tampoco faltaban animales muertos. Ante esta situación, diferentes asociaciones y grupos de personas medio organizadas tomaron cartas en el asunto:
-Tenemos que hacer algo y urgente con el río -dijo el que parecía más convencido.
-Sí, tenemos que procurar que vuelva a ser un lugar de vida, donde los peces, las aves y las personas puedan vivir, y no un lugar de muerte –indicó otro de los asistentes, horrorizado por la visión de lo que un día fue un río ancho y caudaloso. Pero estas buenas intenciones duraron poco porque, enseguida, alguien tomó la palabra y convencido dijo:
-Tal vez, si sobre el cauce del río se echaran los escombros del pueblo -sugirió, con una sonrisa maliciosa en sus labios-, tal vez, se logre consolidar el terreno y, una vez conseguido, sobre él se podrían levantar seis, ocho, muchísimos bloques de pisos…
 
-Bien, así lo haremos, con lo que conseguiremos grandes beneficios inmediatos     –terciaron algunos-. Esa puede ser una gran solución. Después de todo nos haríamos con unos terrenos que, bien distribuidos...
-Sí, sí, y construiremos una gran avenida -comentó otro, con notable complacencia-, a la que le pondremos por nombre, le pondremos... Ya lo tengo: le pondremos Avenida del Progreso. En aquel momento, algunos de los asistentes comprendieron que acababan de levantar el acta de defunción del río ancho y caudaloso.
FIN

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