EL NIÑO QUE SOLO TENÍA DERECHOS
Érase una vez un niño que decía no tener
obligaciones de ninguna clase. Ante cualquier problema, su salida era siempre
la misma: “La culpa no es mía, sino de los demás”.
Desde
muy pequeño, pues apenas hablaba, acostumbraba a pedir las cosas señalando el
objeto deseado con el dedo. No pronunciaba el nombre de las cosas que quería,
sino que, simplemente, gritaba; y cuando el grito no le servía, recurría al
llanto.
Pero
en ninguna ocasión los padres le dijeron nada a su hijito, al que decían querer
con todo su corazón. Como ni papá ni mamá le decían nada al niño, los abuelos
se guardaban de hacerlo. Como nada decían los abuelos, tampoco los tíos ni los
amigos de los padres ni nadie, por mucha relación que hubiera con la familia.
Creció
el niño y, aun así, seguía pidiendo los objetos a gritos, dirigiéndose a los
demás sin mencionar su nombre y dando órdenes a unos y otros. Fue, por fin, al
colegio y decidió no cambiar de táctica. La maestra, que desde el principio
había observado tan extraño comportamiento, decidió tomar cartas en el asunto:
-Manolito,
las cosas no se piden a gritos. Se piden serenamente y por favor.
-Yo
pido las cosas como quiero -respondió Manolito, con el mayor descaro.
-Manolito
–insistió la maestra-, a los compañeros hay que llamarlos por su nombre, y no
de cualquier manera. Hay que decirles Carlos, Rubén, Iván, Javi...
-Pues
yo los llamo como quiero, que también me entienden –se defendió Manolito, con
una sonrisa burlona en sus labios, con la que daba a entender superioridad.
Tras
acabar la Educación Primaria, Manolito pasó a Secundaria, y allí fueron muchos
los profesores que trataron de corregirlo; pero éste, por desgracia, nunca les
hizo caso. También advirtieron a sus padres, aunque todo fue inútil.
-Voy
a ser mayor enseguida y yo tengo derechos -argumentaba Manolito, siempre que
alguien le insinuaba algo respecto a sus pésimos modales.
Y
así hasta que Manolito, después de acabar el Bachiller, empezó a trabajar. Para
entonces ya nadie le decía nada. Unos, porque nunca vieron la necesidad, y
otros, porque no se atrevían a recomendar el trato agradable, la cortesía y los
buenos modales a un joven con algunos estudios.
Ya en el trabajo tuvo los primeros choques
con los compañeros a los que nunca prestaba atención. La segunda fuente de
conflictos también se presentó enseguida, pues, Junto a Manuel, en una mesa
contigua, trabajaba Elena.
Algo
más joven que él, Elena gozaba de la consideración de todos sus compañeros,
además de la de su jefe. Al poco tiempo, Manuel se enamoró de Elena, hasta el
punto de que todo lo que no fuera Elena dejó de tener sentido.
-Oye,
quiero que salgas conmigo -le dijo Manuel un día, en tono altivo.
Elena,
a la que también le gustaba Manuel, le dijo muy seria:
-Manuel,
primero, antes que ninguna otra cosa, has de mostrarte ante cualquiera, sea
quien sea, con la educación y los modales apropiados. Has de tratar a los demás
del mismo modo que te gustaría que te trataran a ti. Tú tienes derechos, pero
yo también. Y mi derecho a ser tratada con agrado y respeto ha de ser para ti
un deber inexcusable.
Manuel,
en principio, no supo qué contestar. Luego, en privado, aceptó la lección moral
de Elena y tomo una resolución: decididamente, conquistaría a Elena, pero con
educación, con respeto, con delicadeza... A partir de ese día, Manuel fue otro;
pero no solo con Elena, sino con todos sus compañeros.
FIN
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