viernes, 14 de septiembre de 2018

CUENTO Nº 36. DOS PUEBLOS ENEMISTADOS Y SE ACABARON LOS CUENTOS. AHORA, SOLO POEMAS



DOS PUEBLOS ENEMISTADOS

Érase una vez una vez un pueblo pequeño de nombre Burginia, el cual estaba situado a muy poca distancia de otro pueblo aún más pequeño llamado Luponia. Como suele ocurrir en los pueblos vecinos, las peleas entre sus respectivos habitantes eran muy frecuentes. Ya se sabe: la gente se disgusta con aquella con la que convive, con la que comparte algo, con la que se trata.

Por eso, raro era el día en que los vecinos de Burginia y Luponia no discutían por algún motivo. La mayoría de las veces, por asuntos sin importancia; pero, en otras ocasiones, por cuestiones de más envergadura.

El caso es que burginienses y luponienses, habituados a las disputas diarias, se habían provisto de una extensa gama de insultos con la que, llegado el momento, defenderse de sus adversarios.

-¡Luponienses, ladrones! -les espetaban los de Burginia a la primera de cambios a los de Luponia, sin que hubiera motivos para la ofensa, sino por mera diversión.

-¡Y vosotros, burginienses, que sois más tontos que Abundio, que llevó la burra al agua y se la trajo sin beber! -respondían los de Luponia.

-¡Más tontos sois vosotros, que no sabéis ni donde tenéis la mano derecha!

-¡Vosotros sí que sois tontos, que vendéis los coches para comprar gasolina!

Cuando la situación se hacía insoportable para los de uno u otro pueblo, era necesaria la intervención de las fuerzas de orden público. Al día siguiente de intervenir éstas, las paredes de ambos pueblos solían aparecer con pintadas. Unas veces, iban contra los de Luponia, como cuando decían: “¡Muerte a los luponienses!”. Pero en otras ocasiones era al revés, por lo que las amenazas se dirigían contra los de Burginia: “¡Por la honra de Luponia, acabemos con los burginienses!”

En fin, esta costumbre se perpetuaba año tras año y generación tras generación, y ninguna persona responsable hallaba el modo de acabar con aquella agresividad absurda. Y así estaban las cosas, cuando el alcalde de Burginia, don Juan, que así se llamaba, pariente lejano del de Luponia, don Pedro, pensó que había que dar fin a aquella situación impropia de pueblos civilizados.

Un día, al cruzarse por la calle con uno de los maestros de Burginia, don Miguel, un hombre ya maduro, de aspecto humilde, de notable amabilidad y modales exquisitos, se dirigió a él en tono amigable:

-Hombre, don Miguel, ¿qué tal se encuentra? ¿Y esos niños? ¿Aprenden a leer?

-Se hace lo que se puede, don Juan, aunque como usted sabe –razonó el maestro- la educación es una finca cuyos frutos se recogen pasado el tiempo.

Nada tuvo que objetar don Juan, por lo que pasó directamente al asunto que de verdad le impedía conciliar el sueño.


-¿Qué podríamos hacer, don Miguel –le manifestó el alcalde comenzando un diálogo formal en toda regla-, qué podríamos hacer para que los vecinos de Luponia y Burginia dejen de pelearse todos los días por un quítame allá esas pajas?

-En mi opinión –respondió don Miguel-, no hay otro camino que el amor y la educación. Como se ama lo que se conoce, hagamos que se conozcan, que se visiten, que sepan los unos de los otros… y acabarán queriéndose. Eduquemos, pues, a los ciudadanos de cada pueblo... Enseñémosle a quererse y respetarse, y todo lo demás vendrá solo.

 
FIN

martes, 4 de septiembre de 2018

CUENTO Nº 35. LA FAMILIA PICAPLEITOS


 
LA FAMILIA PICAPLEITOS

Érase una familia formada por la madre, el padre y sus tres hijos, todos varones, a la que los vecinos, sin excepción, llamaban la familia Picapleitos. Y no les faltaba razón: la madre hablaba poco y mal; el padre hablaba mucho, pero peor que la madre; y los tres hijos, casi todos por igual, hablaban según el humor con que se levantaran por la mañana.

-Me voy –dijo el padre, al despedirse para ir al trabajo-, y ya vendré.

-Pues, si vienes -atajó la madre-, porque algunas veces te da por venir, aunque no sepa muy bien para qué, pues aquí estaremos, si es que no nos hemos ido.

En definitiva, que ni uno ni otro decía gran cosa, al menos a través de las palabras. Pero lo de llamar Picapleitos a la familia no era por hablar poco o mucho, según el caso, y siempre mal; sino porque cada vez que intervenían los esposos en una conversación, solían acabar en bronca, y en bronca de las gordas.

-Pues, si yo te digo que voy, es que voy -juraba y perjuraba el marido Picapleitos en cualquier discusión que tuviera que ver con sus idas y venidas.

-Eso lo sé yo de sobra -le espetaba la esposa como un postillón-, que si tú dices una cosa..., bueno siempre que no sea para trabajar. Porque, si se trata de trabajar, entonces es que no dices nada. Ni vas ni vienes ni cosa que se le parezca.

-Pues eso es lo que hay y nada más –insistía el esposo Picapleitos.

Y así ocurría un día y otro, sin variación, hasta que alguien se acercaba a ellos y, con calma y paciencia infinita, reconducía tan enconadas discusiones.

-Tenéis que llevaros bien. Además, con tres hijos a los que tenéis que enseñarles buenos modales… -les reconvino en una ocasión un conocido.

-Pues eso, mujer, que si me voy, me voy.

-Pues eso, marido, que si te vas, que te vayas cuanto antes.

Si así ocurría entre los padres, entre los hijos, los enfrentamientos por cualquier cosa no eran menores.

-Yo soy el más fuerte, que para eso soy el mayor.

-Y yo, el más inteligente, que para eso soy el menor.

-Y yo el más hábil, que para eso soy casi tan fuerte como tú, que eres el mayor, y casi tan inteligente como tú, que eres el menor -decía el mediano.

-Eso que tú dices es mentira, porque yo soy más fuerte que tú y más inteligente también – decía el mayor, dirigiéndose a su hermano menor.

-No, no y no -gritaba el tercero, cuando se le consideraba menos inteligente que el mayor y, por supuesto, menos hábil que el segundo.

-¡Mentira, mentira! -protestaba entre sollozos el segundo, cuando se le trataba como inferior a sus hermanos en fuerza, inteligencia y habilidad.

Pasaba el tiempo, y el padre de la familia Picapleitos, harto de los continuos enfrentamientos de sus hijos, les propuso lo siguiente:

-Será el más fuerte el que más leña traiga a casa, cuando llegue el invierno; será el más inteligente el que mejores lumbres eche, cuando el frío haga acto de presencia entre nosotros; y, por último, será al más hábil el que mejor consiga apilar los palos.

Por una vez, los padres de los tres hermanos no entraron en discusión. Al contrario, se guiñaron un ojo en señal de complicidad, porque habían logrado que los tres hermanos, en esta ocasión, hicieran algo útil.

Entonces, alguien que pasaba por allí, conocedor del carácter y comportamiento de la familia Picapleitos, les dijo a ambos: “El día que vosotros os pongáis de acuerdo, cesarán las peleas entre vuestros hijos. Intentadlo, aunque solo sea por ellos”.

FIN

lunes, 30 de julio de 2018

CUENTO Nº 34. EL NIÑO TARTAMUDO


EL NIÑO TARTAMUDO
Érase una vez un niño tartamudo de nombre Pablo, al que todos llamaban Tarta. Un día, llegó el momento de que se incorporara a la escuela.
 -A ver, niño, ¿cómo te llamas tú? -le preguntó el maestro, ajeno a la dificultad del alumno recién llegado.
-Yo me lla, lla, llamo, Pa, Pa, Pablo Gonza, Gonza, González.
 -¿Estás nervioso, Pablo?
-Sí, señor, un po, un poco.
-Bien, hombre, no te preocupes.  Aquí en el colegio aprenderás de todo, incluso a superar tu problema, si te lo propones.
Conoció Pablo en la escuela a una niña llamada María. Una niña inteligente y amable, que sentía una atracción especial por el niño:
-Pablo, ¿cuántos años tienes?
-Nue, nueve, y voy a cum, cum, cumplir diez.
-¿Y cuándo es tu cumpleaños?
-En mar, mar, marzo, el quin, quince de mar, marzo.
-Ah, pues muy bien. Yo tengo nueve también, y los cumplo en mayo, el dos. Tampoco era fácil la vida para Pablo en el tiempo del recreo:
-¡Aquí, aquí, Jo, Jo, José! -exclamaba cuando jugando al fútbol ocupaba una posición magnífica para disparar a puerta.
-Cállate, Tarta, que tardas una hora en decir dónde estás -le respondían con frecuencia algunos compañeros, insensibles o indiferentes al problema de Pablo.
 En clase, en ocasiones, la situación era delicada. Era muy incómodo enfrentarse a la mirada de tantos alumnos pendientes de que Pablo repitiera una misma sílaba. No obstante, el maestro siempre pedía que no se le interrumpiese, ni se terminaran sus frases o se añadieran las palabras que faltasen, ni se le diera importancia a la falta de fluidez, porque podrían incidir negativamente sobre el desarrollo lingüístico de Pablo.
-Hijo mío -les aseguraban sus padres al volver el niño a la casa, al tiempo que lo estrechaban contra su pecho-, pronto dejarás de tartamudear. Créeme. No hay nada que te impida hablar como cualquiera.
-Sí, sí. Eso me di, di, dice don Pe, Pedro. Y Ma, Ma, María tambi, también.
-¿Quién es María, Pablo?
-Mi ami, amiga. Mi mi única amiga del co, co, cole, colegio.
Llegó el mes de marzo, y Pablo decidió celebrar su cumpleaños. Para ello se reunieron sus abuelos, sus padres, sus amigos, pocos y, por su puesto, María.
-Cumpleaños feliz, cumpleaños feliz... -le cantaron a coro todos los invitados. Pablo se sentía inmensamente feliz, pero no podía dejar de pensar que, al final, tendría que decir algo a los asistentes. Por eso, con lágrimas en los ojos, solo dijo:
-Gra, gra, gracias por vuestros re, regalos. Me, me han gus, gustado mu, mucho.   
Pasaron los días, aunque poco cambiaron las cosas para Pablo. Poseía más conocimientos del mundo, pero pocos amigos. A decir verdad, solo María y algún otro.
 
Al llegar el mes de mayo, Pablo fue invitado al cumpleaños de María. Estaba contentísimo por asistir a una celebración tan íntima; pero, al mismo tiempo, como siempre, se entristecía al dirigirse en público a María, a la hora de darle su regalo.     Llegó el día del cumpleaños, y todos felicitaron a María. También Pablo, el cual, para sorpresa y alegría de todos, sereno, seguro y sin titubeos, dijo:      
-Te deseo, María, que seas feliz en tu cumpleaños. Además quiero que sepas que este regalo es una atención especial por tu generosa y necesaria amistad.  Y lo dijo así, todo seguido, sin vacilar, sin atrancarse, sin titubeos.
 
FIN
 
 

 

viernes, 20 de julio de 2018

CUENTO Nº 33. AURORA Y EL LOBO

 
AURORA Y EL LOBO                               

Érase una vez una vez una niña llamada Aurora, que vivía en los arrabales del pueblo y de la que jamás nadie de su familia se había preocupado de su comportamiento. Por eso se levantaba cuando quería, desayunaba cuando tenía hambre, almorzaba cuando le parecía, merendaba cuando lo veía oportuno y cenaba cuando le apetecía. Además, nunca le dijo nadie a Aurora cuáles eran sus obligaciones ni qué deberes tenía con su familia. Levantarse, comer, jugar, entrar y salir a su antojo eran los únicos quehaceres a los que se enfrentaba Aurora, un día tras otro. Pero llegó un día en que a su madre se le ocurrió hacerle un encargo a Aurora: 

            -Aurora, desde hoy en adelante, irás todos los días a llevarle a tu padre la comida al tajo, situado a un par de kilómetros de la casa, en dirección a la dehesa. 

            -Sí mamá -respondió Aurora, más para darle la bienvenida a una nueva distracción que como una ayuda a la familia. 

            -Te irás a las doce del mediodía y regresarás cuando tu padre haya almorzado. 

            -Sí, mamá, me iré sobre las doce. 

            “Sí, mamá”, repitió Aurora, pero las cosas no ocurrieron así, ni mucho menos. 

            Un día, la niña, aunque salió de casa poco antes de la hora acordada, no llegó al lugar donde su padre la esperaba hasta bien pasadas las tres de la tarde. 

            -¿Qué ha pasado, Aurora? -le preguntó su padre, a medio camino entre el enfado, por llegar a deshoras, y la prudencia, pues su única hija era sólo una niña. 

            -Papá –replicó Aurora-, es que el camino está lleno de flores, de animalitos de todas clases, de pájaros de muchos colores… y me he entretenido jugando con ellos. 

            -Pues procura que eso no vuelva a suceder, hija; en mi trabajo tenemos un horario para trabajar, otro para descansar y otro para tomar el almuerzo. 

            -Sí, papá, lo procuraré. 

            A pesar de las respuestas de conformidad permanente de Aurora, la verdad es que nunca cumplía lo que prometía. No fue solo una vez. Fue una y otra y muchas las veces que Aurora no llevó a su hora la comida a su padre. Salía de casa a su hora, pero, luego, por el camino, se distraía con cualquier cosa y olvidaba el objetivo de su viaje. 

            -Aurora, ¿sabe tu madre a la hora que tú sales de casa para traerme la comida? ¿Sabe a la hora que tú llegas aquí? –le preguntaba el padre, no sin preocupación, pues le parecía que andar demasiado tiempo en la calle no era la mejor manera de educarse. 

            -Sí, papá, sí que lo sabe. 

            Y así, durante mucho tiempo, hasta que en una ocasión, con el sol oculto por las nubes y un frío intenso que se metía hasta el tuétano de los huesos, Aurora, de regreso del trabajo de su padre, decidió apartarse del camino, cuando, inesperadamente, vio salir algo que parecía una fiera, protegido con pieles, brozas y algún ramaje. 

            -¡Ay, por Dios, lobo, no me comas que a partir de ahora seré buena! –exclamó la niña, llena de pánico al ver A la fiera monstruosa-. Si me perdonas la vida, de aquí en adelante haré lo que tú me pidas sin rechistar. 

            Entonces, la fiera monstruosa, que no era otra cosa que el padre cubierto de barro y de maleza, aprovechó la ocasión para cantarle a la niña las cuarenta:           

            -¿Y tú cómo te llamas? 


            -Aurora. 

            -¿Y cuántos años tienes? 

            -Nueve y medio, casi. Pero no me comas, por favor. 

            -Está bien, Aurora, te voy a perdonar la vida por esta vez. Pero, a partir de ahora, harás lo que yo te diga… 

            -Haré todo lo que me digas, pero, por favor, no me comas. 

            -No te comeré, pero tú, anótalo bien, harás lo siguiente diariamente: levantarte temprano, asearte, ir a clase, hacer los deberes y ayudar a tus padres en el tiempo que te quede libre. ¿Has entendido bien o tengo que repetírtelo? 

            -Sí, sí, señor lobo, así lo haré. Así lo haré, señor lobo.

FIN

miércoles, 11 de julio de 2018

CUENTO Nº 32. EL CARACOL TRAMPOSO


EL CARACOL TRAMPOSO

 
Érase una vez un caracol que cada día paseaba sobre las plantas del jardín donde moraba. Lento, muy lento, se deslizaba por las hojas de las aspidistras con el fin de tomar algún alimento y, sobre todo, sentir el cálido sol de las mañanas. Tan hermoso ejemplar, aun siendo pacífico e inofensivo, tenía también sus detractores. 

         No le caía bien el caracol ni a las hormigas ni a las avispas ni a ningún otro animal que pululara por el jardín. Pero quien no podía soportar al caracol era un conejo que, procedente del jardín colindante, de vez en cuando, invadía el territorio. 

         –Soy más grande que tú, caracol baboso -le decía siempre, sin que tuviera para ello justificación alguna-. Soy más grande que tú y más rápido y más fuerte y más inteligente y más poderoso y más de todo que tú en todo. 

         El pobre caracol trataba de pasar desapercibido y sobrellevaba lo mejor que podía las humillaciones del conejo, empeñado en hacerle la vida imposible. 

         “¿Qué puedo hacer yo para acabar con esta situación tan desagradable como injusta?”, se preguntaba el caracol repetidamente. 

         Y pensando y pensando en cómo quitarse de encima a un animal tan molesto como era el conejo que tenía por vecino, al caracol se le ocurrió lo siguiente: 

         -Conejo, tú que eres más rápido y más inteligente que yo, ¿te atreverías a echar una carrera, a través del jardín, esta noche después de cenar, cuando nadie nos vea? 

         -¡Por supuesto que sí! -rio el conejo-. Una carrera y lo que quieras, pues yo siempre seré el ganador, y tú, el tonto que sólo podrá arrastrarse detrás de mí. 

         -En ese caso, señor conejo –dijo el caracol-, esta noche, después de cenar, nos vemos en los escalones del porche del jardín. Desde allí correremos hasta la puerta de la calle. El que pierda, sea el que sea, tendrá que irse de este lugar. Eso sí –aclaró el caracol- hay que correr después de cenar; de lo contrario, la carrera no será válida. 

         Pasó aquella mañana el conejo muy seguro de sí mismo, pues estaba convencido de que la carrera sería un paseo. Pero, ya por la tarde, empezó a preocuparse. El caracol, sin embargo, no podía perder el tiempo. De modo que, poco a poco, logró llegar a un lugar del jardín donde guardaba cuidadosamente una zanahoria. Parecía una zanahoria perfecta: gruesa, sonrosada y jugosa. Sólo una cosa le extrañó en la zanahoria: una cepa de hongos, no más grande que una canica, en plena floración. Sabía el caracol que estos hongos, aún en pequeñas dosis, tienen unos efectos devastadores en los intestinos de los animales que los devoran.  De modo que al llegar la noche, se hallaba junto a la zanahoria en lo bajo de la escalinata. 

         -No sé por qué apuestas conmigo, caracol ridículo, cuando sabes que te voy a ganar con toda seguridad -le insultó el conejo, al tiempo que ponía toda su atención en la zanahoria que astutamente el caracol simulaba comer. 

         -Verás que estoy tomando mi cena, por lo que tal y como acordamos, correremos dentro de poco –le indicó el caracol al conejo fanfarrón. 

         En ese instante el conejo, ensoberbecido, se arrojó sobre el caracol, le arrebató la zanahoria y, sin pensarlo, la engulló a toda velocidad. 

         Apenas habían pasado diez segundos, cuando el conejo, con lágrimas en los ojos, gritaba por el dolor que le producían unos retortijones en sus intestinos.

         -Bien, el momento ha llegado –declaró el caracol-. Veamos ahora quién es el más fuerte, el más rápido y el más listo. 

         El conejo ni siquiera pudo incorporarse. Al día siguiente, muy temprano, el caracol descansaba en la puerta del jardín, mientras el conejo, con el vientre hinchado, permanecía aún al comienzo del trayecto. Después de esto, pasó aquel día y otro y otros muchos y del conejo fuerte, rápido y listo nunca se supo nada. 

FIN

 


 

 

domingo, 24 de junio de 2018

CUENTO Nº 31. EL GATO MALTRATADO


 
EL GATO MALTRATADO

Érase una vez un gato que vivía en un campo muy lejano de la ciudad. El animal, aunque vivía en una casa muy lujosa, era maltratado por los dueños y amigos del alrededor. Un frío día de invierno que la dueña llamó al butanero, porque se le había acabado la bombona, el gato recogió el poco equipaje que tenía y aprovechando la salida del camión se montó en la caja y en medio de dos bombonas se instaló cómodamente. Estaba decidido a comenzar una nueva y mejor vida en la ciudad. 
 
            -Señor butanero –preguntó el gato-, ¿le importa llevarme a la ciudad?
 
            -Con mucho gusto, siempre y cuando no se meta con nadie –respondió el del butano, prácticamente, sin prestarle atención al minino.
 
            Al llegar a la ciudad, ya era completamente de noche, y no tenía sitio donde dormir. Como es natural, estaba algo cansado por el viaje y los continuos traqueteos de la parte trasera del camión. Además de que ya estaba empezando a tener hambre. Por si fuera poco lo anterior, tenía también sueño. 
 
            Comenzó a deambular sin rumbo fijo y cuando llevaba ya algún rato dando vueltas se encontró con un gato de la ciudad, dueño de un club nocturno en el que cantaban tres gatillas muy guapas. 
 
            -Pues sí, yo soy el dueño de este club de gatos. ¿En qué puedo servirle, amigo?
 
            -Poca cosa es lo que quiero, pues me conformaría con que me presentara a esas tres gatitas guapas que ahora están cantando.
 
            El dueño se las presentó al recién llegado en cuanto pudo. Y aunque pueda parecer mentira, la verdad es que nuestro protagonista se encontraba algo asustado en medio de tantos gatos grandes bailando en una pista de dimensiones considerables.
 
            Todo parecía ir bastante bien, pero en un momento determinado alguien se sintió ofendido porque otro había mirado mal y, sin comerlo ni beberlo, aunque ya nuestro gato tenía un hambre, se armó la marimorena. Como decía, de pronto comenzaron a dar voces, insultos, empujones y varios gatos acabaron dándose arañazos y lanzando maullidos que asustaban al más valiente.
 
            -¡Te arrancaré los ojos con las uñas, gato fanfarrón!
 
            -¡Y yo a ti la lengua, por embustero y farsante! 
 
            Ante esta situación nuestro gato entendió que allí no estaba la tranquilidad que él deseaba y con la mayor rapidez que pudo abandonó el club nocturno, que hasta entonces le parecía un lugar agradable. Uno de los gatos, que aunque estaba presente en la trifulca no participó en ella, cliente habitual del club que había observado tanto la llegada de nuestro gato como la pelea posterior de los que se pelearon por casi nada, decidió acompañarlo.
 
            -Tampoco a mí me satisface esta vida de bronca continua, siempre en la más absoluta inseguridad –comenzó el gato cliente habitual, intentando acercarse al recién llegado.
 
            -Eso mismo pienso yo; así que estaré encantado con tu compañía –respondió el aludido, con evidente satisfacción. 
 
            Ante esta situación inesperada, nuestro gato pensó que nada tenía que perder y, por otro lado, el ir acompañado hacia lo desconocido era más agradable que enfrentarse solo al destino. Así que con una tímida sonrisa y unas miradas cómplices decidieron encaminarse hacia la estación de trenes y, desde allí, partirían rumbo a un mundo desconocido y, posiblemente, lleno de sorpresas y aventuras fenomenales. Eso sí, mientras andaban finalizaron los últimos trozos de pescado seco que tenían y, de alguna manera, se sintieron más regocijados. Incluso fueron capaces de reírse de varias cosas sin importancia que les acababan de ocurrir.
 

           
             No obstante, de vez en cuando, miraban hacia atrás para ver si iban solos o eran seguidos por alguien. Cada vez que miraban y no veían a nadie, sin saber muy bien por qué, se miraban, se sonreían y apretaban el paso. Cosas de la vida, pensaban ellos… y seguían un poquito más deprisa.

FIN

CUENTO Nº 36. DOS PUEBLOS ENEMISTADOS Y SE ACABARON LOS CUENTOS. AHORA, SOLO POEMAS

DOS PUEBLOS ENEMISTADOS Érase una vez una vez un pueblo pequeño de nombre Burginia, el cual estaba situado a muy poca distancia de o...