LA MALA SUERTE DE
UN RÍO
Érase una vez un río ancho
y caudaloso. A lo largo de su itinerario, el río asombraba a quienes se fijaban
en él. En las partes llanas, el río regaba multitud de huertos pequeños que
abastecían de frutos, verduras y hortalizas a los pueblos limítrofes. En otros
tramos, cuando el nivel del agua subía, multitud de personas se deslizaban en
sus canoas y barcas, para sentir mil sensaciones agradables.
Pero si el curso del río era rápido e inclinado, el agua,
hábilmente guiada hacia el molino, se transformaba en una fuerza capaz de
convertir en harina todo el grano que los agricultores le proporcionaban.
Por último, mucha gente disfrutaba del fresquito de sus
orillas y se bañaba cuando el tiempo acompañaba. También los pescadores, armados
de cañas con sedales, podían llegar a todos los recovecos en busca de peces.
Y así transcurría
la existencia de este río ancho y caudaloso cuando, poco a poco, una serie de
hechos vinieron a cambiar las cosas. Todo comenzó cuando, muchas personas y almacenes de todo tipo, aumentaron escandalosamente
los residuos que ahora servían para ensuciar las aguas, ahogar la vegetación
acuática y acabar con el oxígeno que aún quedaba.
Algunos, deseosos
de incrementar las ventas hicieron llegar el agua del río a varios kilómetros
de distancia, mediante potentes motores y larguísimas conducciones de plástico.
También se tiraron muchas piezas rotas de coches y aceites usados.
Otros, arrojaron
los escombros de las demoliciones. Y
así, la población en general acabó tirando todo aquello que no era útil en sus
hogares como plásticos, muebles viejos, aparatos de radio y televisión, pilas
gastadas, ropa vieja, zapatos de medio uso...
El río, que en
otros tiempos tenía un agua cristalina y pura, se había convertido en un
lodazal negruzco, empedrado con todo tipo de objetos, donde tampoco faltaban
animales muertos. Ante esta situación, diferentes asociaciones y grupos de
personas medio organizadas tomaron cartas en el asunto:
-Tenemos que hacer
algo y urgente con el río -dijo el que parecía más convencido.
-Sí, tenemos que
procurar que vuelva a ser un lugar de vida, donde los peces, las aves y las
personas puedan vivir, y no un lugar de muerte –indicó otro de los asistentes,
horrorizado por la visión de lo que un día fue un río ancho y caudaloso. Pero
estas buenas intenciones duraron poco porque, enseguida, alguien tomó la
palabra y convencido dijo:
-Tal vez, si sobre
el cauce del río se echaran los escombros del pueblo -sugirió, con una sonrisa
maliciosa en sus labios-, tal vez, se logre consolidar el terreno y, una vez
conseguido, sobre él se podrían levantar seis, ocho, muchísimos bloques de
pisos…
-Bien, así lo
haremos, con lo que conseguiremos grandes beneficios inmediatos –terciaron algunos-. Esa puede ser una
gran solución. Después de todo nos haríamos con unos terrenos que, bien
distribuidos...
-Sí, sí, y
construiremos una gran avenida -comentó otro, con notable complacencia-, a la
que le pondremos por nombre, le pondremos... Ya lo tengo: le pondremos Avenida
del Progreso. En aquel momento, algunos de los asistentes comprendieron que
acababan de levantar el acta de defunción del río ancho y caudaloso.
FIN
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