AURORA Y EL LOBO
Érase una vez una
vez una niña llamada Aurora, que vivía en los arrabales del pueblo y de la que
jamás nadie de su familia se había preocupado de su comportamiento. Por eso se
levantaba cuando quería, desayunaba cuando tenía hambre, almorzaba cuando le
parecía, merendaba cuando lo veía oportuno y cenaba cuando le apetecía. Además,
nunca le dijo nadie a Aurora cuáles eran sus obligaciones ni qué deberes tenía
con su familia. Levantarse, comer, jugar, entrar y salir a su antojo eran los únicos
quehaceres a los que se enfrentaba Aurora, un día tras otro. Pero llegó un día
en que a su madre se le ocurrió hacerle un encargo a Aurora:
-Aurora, desde hoy en adelante, irás
todos los días a llevarle a tu padre la comida al tajo, situado a un par de
kilómetros de la casa, en dirección a la dehesa.
-Sí mamá -respondió Aurora, más para
darle la bienvenida a una nueva distracción que como una ayuda a la
familia.
-Te irás a las doce del mediodía y
regresarás cuando tu padre haya almorzado.
-Sí, mamá, me iré sobre las
doce.
“Sí, mamá”, repitió Aurora, pero las
cosas no ocurrieron así, ni mucho menos.
Un día, la niña, aunque salió de
casa poco antes de la hora acordada, no llegó al lugar donde su padre la
esperaba hasta bien pasadas las tres de la tarde.
-¿Qué ha pasado, Aurora? -le
preguntó su padre, a medio camino entre el enfado, por llegar a deshoras, y la
prudencia, pues su única hija era sólo una niña.
-Papá –replicó Aurora-, es que el
camino está lleno de flores, de animalitos de todas clases, de pájaros de
muchos colores… y me he entretenido jugando con ellos.
-Pues procura que eso no vuelva a
suceder, hija; en mi trabajo tenemos un horario para trabajar, otro para
descansar y otro para tomar el almuerzo.
-Sí, papá, lo procuraré.
A pesar de las respuestas de
conformidad permanente de Aurora, la verdad es que nunca cumplía lo que
prometía. No fue solo una vez. Fue una y otra y muchas las veces que Aurora no
llevó a su hora la comida a su padre. Salía de casa a su hora, pero, luego, por
el camino, se distraía con cualquier cosa y olvidaba el objetivo de su
viaje.
-Aurora, ¿sabe tu madre a la hora
que tú sales de casa para traerme la comida? ¿Sabe a la hora que tú llegas
aquí? –le preguntaba el padre, no sin preocupación, pues le parecía que andar
demasiado tiempo en la calle no era la mejor manera de educarse.
-Sí, papá, sí que lo sabe.
Y así, durante mucho tiempo, hasta
que en una ocasión, con el sol oculto por las nubes y un frío intenso que se
metía hasta el tuétano de los huesos, Aurora, de regreso del trabajo de su
padre, decidió apartarse del camino, cuando, inesperadamente, vio salir algo
que parecía una fiera, protegido con pieles, brozas y algún ramaje.
-¡Ay, por Dios, lobo, no me comas
que a partir de ahora seré buena! –exclamó la niña, llena de pánico al ver A la
fiera monstruosa-. Si me perdonas la vida, de aquí en adelante haré lo que tú
me pidas sin rechistar.
Entonces, la fiera monstruosa, que
no era otra cosa que el padre cubierto de barro y de maleza, aprovechó la
ocasión para cantarle a la niña las cuarenta:
-¿Y tú cómo te llamas?
-Aurora.
-¿Y cuántos años tienes?
-Nueve y medio, casi. Pero no me
comas, por favor.
-Está bien, Aurora, te voy a
perdonar la vida por esta vez. Pero, a partir de ahora, harás lo que yo te diga…
-Haré todo lo que me digas, pero,
por favor, no me comas.
-No te comeré, pero tú, anótalo
bien, harás lo siguiente diariamente: levantarte temprano, asearte, ir a clase,
hacer los deberes y ayudar a tus padres en el tiempo que te quede libre. ¿Has
entendido bien o tengo que repetírtelo?
-Sí, sí, señor lobo, así lo haré.
Así lo haré, señor lobo.
FIN
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