EL CARACOL TRAMPOSO
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Érase una vez un caracol que cada día paseaba sobre las plantas del jardín
donde moraba. Lento, muy lento, se deslizaba por las hojas de las aspidistras
con el fin de tomar algún alimento y, sobre todo, sentir el cálido sol de las
mañanas. Tan hermoso ejemplar, aun siendo pacífico e inofensivo, tenía también
sus detractores.
No le caía bien el caracol ni
a las hormigas ni a las avispas ni a ningún otro animal que pululara por el
jardín. Pero quien no podía soportar al caracol era un conejo que, procedente
del jardín colindante, de vez en cuando, invadía el territorio.
–Soy más grande que tú,
caracol baboso -le decía siempre, sin que tuviera para ello justificación
alguna-. Soy más grande que tú y más rápido y más fuerte y más inteligente y
más poderoso y más de todo que tú en todo.
El pobre caracol trataba de
pasar desapercibido y sobrellevaba lo mejor que podía las humillaciones del
conejo, empeñado en hacerle la vida imposible.
“¿Qué puedo hacer yo para
acabar con esta situación tan desagradable como injusta?”, se preguntaba el
caracol repetidamente.
Y pensando y pensando en cómo
quitarse de encima a un animal tan molesto como era el conejo que tenía por
vecino, al caracol se le ocurrió lo siguiente:
-Conejo, tú que eres más
rápido y más inteligente que yo, ¿te atreverías a echar una carrera, a través
del jardín, esta noche después de cenar, cuando nadie nos vea?
-¡Por supuesto que sí! -rio
el conejo-. Una carrera y lo que quieras, pues yo siempre seré el ganador, y
tú, el tonto que sólo podrá arrastrarse detrás de mí.
-En ese caso, señor conejo
–dijo el caracol-, esta noche, después de cenar, nos vemos en los escalones del
porche del jardín. Desde allí correremos hasta la puerta de la calle. El que
pierda, sea el que sea, tendrá que irse de este lugar. Eso sí –aclaró el
caracol- hay que correr después de cenar; de lo contrario, la carrera no será
válida.
Pasó aquella mañana el conejo
muy seguro de sí mismo, pues estaba convencido de que la carrera sería un
paseo. Pero, ya por la tarde, empezó a preocuparse. El caracol, sin embargo, no
podía perder el tiempo. De modo que, poco a poco, logró llegar a un lugar del
jardín donde guardaba cuidadosamente una zanahoria. Parecía una zanahoria
perfecta: gruesa, sonrosada y jugosa. Sólo una cosa le extrañó en la zanahoria:
una cepa de hongos, no más grande que una canica, en plena floración.
Sabía el caracol que estos hongos, aún en pequeñas dosis, tienen unos efectos
devastadores en los intestinos de los animales que los devoran. De modo
que al llegar la noche, se hallaba junto a la zanahoria en lo bajo de la
escalinata.
-No sé por qué apuestas
conmigo, caracol ridículo, cuando sabes que te voy a ganar con toda seguridad
-le insultó el conejo, al tiempo que ponía toda su atención en la zanahoria que
astutamente el caracol simulaba comer.
-Verás que estoy tomando mi
cena, por lo que tal y como acordamos, correremos dentro de poco –le indicó el
caracol al conejo fanfarrón.
En ese instante el conejo, ensoberbecido,
se arrojó sobre el caracol, le arrebató la zanahoria y, sin pensarlo, la
engulló a toda velocidad.
Apenas habían pasado diez
segundos, cuando el conejo, con lágrimas en los ojos, gritaba por el dolor que
le producían unos retortijones en sus intestinos.
-Bien, el momento ha llegado
–declaró el caracol-. Veamos ahora quién es el más fuerte, el más rápido y el
más listo.
El conejo ni siquiera pudo
incorporarse. Al día siguiente, muy temprano, el caracol descansaba en la
puerta del jardín, mientras el conejo, con el vientre hinchado, permanecía aún
al comienzo del trayecto. Después de esto, pasó aquel día y otro y otros muchos
y del conejo fuerte, rápido y listo nunca se supo nada.
FIN
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