DOS PUEBLOS ENEMISTADOS
Érase una vez una vez un
pueblo pequeño de nombre Burginia, el cual estaba situado a muy poca distancia
de otro pueblo aún más pequeño llamado Luponia. Como suele ocurrir en los
pueblos vecinos, las peleas entre sus respectivos habitantes eran muy
frecuentes. Ya se sabe: la gente se disgusta con aquella con la que convive,
con la que comparte algo, con la que se trata.
Por eso, raro era
el día en que los vecinos de Burginia y Luponia no discutían por algún motivo.
La mayoría de las veces, por asuntos sin importancia; pero, en otras ocasiones,
por cuestiones de más envergadura.
El caso es que
burginienses y luponienses, habituados a las disputas diarias, se habían
provisto de una extensa gama de insultos con la que, llegado el momento,
defenderse de sus adversarios.
-¡Luponienses,
ladrones! -les espetaban los de Burginia a la primera de cambios a los de
Luponia, sin que hubiera motivos para la ofensa, sino por mera diversión.
-¡Y vosotros,
burginienses, que sois más tontos que Abundio, que llevó la burra al agua y se
la trajo sin beber! -respondían los de Luponia.
-¡Más tontos sois
vosotros, que no sabéis ni donde tenéis la mano derecha!
-¡Vosotros sí que
sois tontos, que vendéis los coches para comprar gasolina!
Cuando la situación
se hacía insoportable para los de uno u otro pueblo, era necesaria la
intervención de las fuerzas de orden público. Al día siguiente de intervenir
éstas, las paredes de ambos pueblos solían aparecer con pintadas. Unas veces,
iban contra los de Luponia, como cuando decían: “¡Muerte a los luponienses!”.
Pero en otras ocasiones era al revés, por lo que las amenazas se dirigían
contra los de Burginia: “¡Por la honra de Luponia, acabemos con los
burginienses!”
En fin, esta
costumbre se perpetuaba año tras año y generación tras generación, y ninguna
persona responsable hallaba el modo de acabar con aquella agresividad absurda.
Y así estaban las cosas, cuando el alcalde de Burginia, don Juan, que así se
llamaba, pariente lejano del de Luponia, don Pedro, pensó que había que dar fin
a aquella situación impropia de pueblos civilizados.
Un día, al cruzarse
por la calle con uno de los maestros de Burginia, don Miguel, un hombre ya
maduro, de aspecto humilde, de notable amabilidad y modales exquisitos, se
dirigió a él en tono amigable:
-Hombre, don
Miguel, ¿qué tal se encuentra? ¿Y esos niños? ¿Aprenden a leer?
-Se hace lo que se
puede, don Juan, aunque como usted sabe –razonó el maestro- la educación es una
finca cuyos frutos se recogen pasado el tiempo.
Nada tuvo que
objetar don Juan, por lo que pasó directamente al asunto que de verdad le
impedía conciliar el sueño.
-¿Qué podríamos hacer, don Miguel –le manifestó el alcalde comenzando un diálogo formal en toda regla-, qué podríamos hacer para que los vecinos de Luponia y Burginia dejen de pelearse todos los días por un quítame allá esas pajas?
-En mi opinión
–respondió don Miguel-, no hay otro camino que el amor y la educación. Como se
ama lo que se conoce, hagamos que se conozcan, que se visiten, que sepan los
unos de los otros… y acabarán queriéndose. Eduquemos, pues, a los ciudadanos de
cada pueblo... Enseñémosle a quererse y respetarse, y todo lo demás vendrá
solo.
FIN