EL DOMADOR DEL CIRCO
Érase una vez un
domador que trabajaba en el circo más grande, espectacular y moderno del mundo.
Se llamaba Mandón y era joven muy fuerte, ágil, valiente y risueño. Nadie sabía
por qué, pero Mandón llegaba a conocer con una rapidez extraordinaria las
intenciones de los animales con los que trataba. Unos decían que las averiguaba
por el olor que desprendían antes de ejecutar los ejercicios; otros, que era un
don natural que Mandón poseía.
Mandón, en el fondo, se reía de esos
comentarios, porque sabía que nada de cierto había en ellos. La única cosa
verdadera, la única, pese a lo que dijeran sus compañeros, era que Mandón se
dirigía a los animales como si estos fueran humanos.
Un día le tocó entrenar al perro.
Mandón, como siempre, se dirigió al animal, un ejemplar pequeño de casta
indefinida, con amabilidad y delicadeza:
-Hola, perrito amigo. ¿Qué tal hoy?
¿Tienes ganas de trabajar? ¿Has comido bien?
El perro se mostraba poco expresivo,
y sus ojos estaban algo húmedos, tristes, sin vida y a punto de derramar
abundantes lágrimas. Además, temblaba sin que hiciera frío, y las patas
traseras parecían tener prisionero el rabo, por regla general inquieto y
oscilante. En esas circunstancias, Mandón se agachó, acarició al perro una y
otra vez, le rascó la barriga y le alisó con suavidad el pelo del lomo. El
animal, entonces, dio señales de vida: estiró las orejas, abrió la boca,
manoteó varias veces, enderezó el rabo y, dando media vuelta, se fue a la
puerta del circo.
-Perro, amigo, ¿dónde vas, que ahora
toca entrenarse? –dijo Mandón, un tanto desorientado, al no entender sus
intenciones.
Mandón,
seguro de que el perro sería atraído con alguno de sus muchos trucos, lo
intentó todo... Pero no hubo manera de que el perro se acercara para iniciar
sus ejercicios. Más bien al contrario, su tendencia era separarse con dirección
a la salida del circo.
Mandón, sorprendido, cambió de
táctica y decidió observarlo. El perro, al ver que su entrenador le seguía,
aceleró el paso y salió a la calle. Muy cerca de la carpa del circo, al pie de
un árbol frondoso, junto al arroyo por donde fluían las aguas de las últimas
lluvias, yacía moribunda una perrita preciosa. Había sido atropellada por un
coche y se desangraba sin que nadie le prestara atención.
A
partir de entonces Mandón tomó una decisión que ya venía rumiando desde hacía
tiempo. Entendió que el sitio de los animales no era el circo.
FIN