LA CASA ENCANTADA
Érase
una vez una casa tan especial y diferente a las demás de su especie que diríase
que estaba encantada. De fachada rectangular y blanca, más alta que ancha, con
la puerta no demasiado grande y una ventana justo encima de la puerta. En ella
vivían Mariluz y su madre.
Mariluz, con tres
años bien cumplidos, acompañaba a su madre a todas partes y, estuviera donde
estuviera, era inevitable que lanzara una serie de preguntas:-Mamá, ¿qué es eso? ¿Y qué hay dentro, mamá? ¿Y qué son los colores, mamá?
-Pues... los colores son... bueno, los colores son los colores de las cosas… Mariluz, ya está bien. Anda, hija, cállate y descansa un poquito.
En el momento en el que Mariluz, por imperativo maternal callaba, la casa se volvía encantada. Entonces la niña, imaginaba el pasillo de entrada y no veía ni baldosas, ni azulejos, ni cristales... Ella, al contrario que los demás, veía tabletas de chocolate, bombones, frutas escarchadas, carne de membrillo... Si pensaba en las escaleras de acceso a las habitaciones de la planta superior, Mariluz era incapaz de ver las escaleras, la balaustrada, el pasamanos... Mariluz veía que los peldaños eran todos de queso; el pasamanos, una enorme salchicha; la balaustrada varios racimos de uvas trenzados unos con otros...
Pero el tiempo pasó. Siempre ocurre igual. Puede parecer que no es así, pero el tiempo siempre pasa. Y con el tiempo, las personas.
Muchos
días después de aquellos otros en que una niña rubia y delgadita jugueteaba con
su padre y corría alegre tras la falda de su madre, la casa encantada se había
transformado. Ahora, la casa, antes alta y ancha, era más pequeña y estrecha.
En las habitaciones, apenas cabían los muebles imprescindibles. Y en el cuarto
de baño, en otro tiempo amplio y brillante, apenas podía asearse una sola persona
con alguna comodidad.